lunes, 12 de noviembre de 2012

DE PLATÓNICO EL AMOR

La vio venir, buscándole con la mirada. Recordó que le había indicado esperarle en la acera de enfrente, justo al lado de un puesto de periódico con pocos periódicos y muchas revistas envueltas en bolsas de plásticos y tetas al descubierto. La observó mientras ella buscaba algo en su bolso y luego se pintaba los labios con ello. La deseo desde ahí, como si una parte del cuerpo se le desprendiese por completo. Miró al mismo tiempo que ella el reflejo de su figura esbelta, su pelo corto, sus ojos perdidos. Se sintió parado justo detrás de su espalda, con las manos queriendo su cintura, sus  senos, sus hombros descubiertos recién. Formó un beso con los labios y cerró los ojos, una figura  inmóvil a 50 metros de distancia, en la esquina opuesta, rodeado por la muchedumbre en marcha, por la muerte anónima que circula siempre por las aceras. No dejó ir el beso sino que lo conservó, retrayendo los labios en una semisonrisa que los parpados cerrados hicieron aún más notoria. Se sintió estremecer en una mano, ansiando el saludo que nunca llegaría. O la caricia. Le registró los zapatos ridículos, los brazos rollizos y la edad. La amó por un instante, hasta que el camión urbano que interrumpió su visión le apagó el momento con el ruido y su gas venenoso. Paladeó todas las posibilidades de amor e infelicidad que hubiera podido tener con ella. Se despidió con un gesto de las cejas, una cálida mirada desde sus propios ojos, y un pequeño silbido que la llamaba por su nombre y se alejó en dirección cualquiera, sin notar siquiera que ella finalmente volvía su cabeza hacia su persona andante,  y mirándole las espaldas, sin conocerle, se preguntaba en silencio: “¿era este el sitio?”; “¿me habrán engañado otra vez?”.

R.A. Simental
Nov 2012

domingo, 29 de julio de 2012

EL LOBO



De “El zagal y las ovejas”. Félix Maria de Samaniego
El lobo le miraba subir, como tantas otras veces, siguiendo la vereda que reptaba esquivando peñas hasta encontrarse con un par de pasos entre las faldas de la montaña. Abajo, hacia el valle, se distinguían con claridad las figuras que se afanaban trabajando la tierra, entre surcos y norias y paliacates amarrados al cuello. Los sombreros se inclinaban creando una escasa sombra sobre los semblantes, manchas diluidas a esa distancia, y las espaldas se doblaban, se doblaban cada vez más. El lobo bostezó como si aullara en silencio, y desperezándose, se estiró cuanto pudo, echando luego a andar, con un bamboleo de cola, hacia el peñasco que le servía de parapeto y de atalaya. Así se había librado de más de un cazador y había eludido las batidas que de cuando en cuando organizaban los villanos, para librarse de alimañas y depredadores. Una vez ahí, se tumbó sobre el vientre y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, cruzadas al modo de la realeza. Su apetito satisfecho y la modorra que le apremiaba después de cada festín le daban pocos ánimos para buscar presa, y era más por curiosidad que se aprestaba a contemplar al zagal que arriaba las ovejas, visitante asiduo, con sus calzones cortos extrañamente blancos, su sombrero de paja, ancho y ajado, y sus manos y piernas morenas que gesticulaban en dirección del rebaño, mientras alentaba con gritos el paso menudo del rebaño. Pronto el viento le llevó el grato olor de la carne ovejuna, pero a pesar de ello el lobo continuó inmóvil, echado contra la roca, casi invisible para el muchacho que marchaba ya fatigado, tratando de encontrar un claro en los riscos que estuviese pleno de hierba, para sentarse en una saliente, como hacía siempre, tocando suavemente una flauta de carrizo con la que emitía una y otra vez  las mismas notas, en un sonsonete soporífero y efectivo, logrando que las ovejas se dispersaran por el claro, comiendo la hierba y balando sin oídos a ninguna otra cosa. El lobo contemplaba la línea del horizonte, desde su perspectiva acechante, que se separaba apenas de la copa de los árboles y le deslizaba hacia las ansias de largarse de ahí, corriendo para hallarse quizá otro como él.  Somnoliento, el lobo se dejó caer en un cierto sopor acezante, y como entre sueños oyó el balar de las ovejas, la flauta callada, y al viento cambiando de sitio. Cerró los ojos y soñó un poco.
Un par de horas más tarde, el zagal se puso de pie, aburrido mortalmente. Se había cansado de lanzar piedras hacia los árboles, con su más reciente honda, la cual todavía no dominaba cabalmente, como lo probaban sus tiros. La flauta le dejaba inquieto, imposibilitado para producir nada que no fuese el mismo sonsonete. Probó a cantar, casi cualquier cosa, para no sentir el silencio de voces que se impone en el cerro, y se dedicó a ello por varios minutos, hasta que se le acabaron las canciones, o la letra de las canciones, y entonces se dedicó a gritar, escuchando su propia voz en diferentes escalas, subiendo y bajando el tono, hasta dejar salir puros gritos, con toda la potencia de sus pulmones. Abajo, en el valle, los labradores levantaron la cabeza, alarmados ante la nota de agitación que rebelaban los alaridos, y sabiendo que el pastor se hallaba solo en esas alturas, cogieron lo que pudieron, azadones, hachas, machetes, y emprendieron la subida con carreras intermitentes, ya que ninguno habría podido soportar un ascenso corriendo sin tregua, pensando que encontrarían al zagal despedazado por alguna bestia o demonio, o debatiéndose en agonía de enfermedad o locura. Cuando llegaron al claro donde las ovejas continuaban impasibles su degustación de hierba, preguntaron ansiosos cual era la tragedia o suceso, y el pastor, sorprendido en plena euforia, se asustó tanto que solo atinó a señalar hacia el peñasco de arriba, y pensando en alguna excusa, temeroso de la vergüenza y la mofa que se le vendría, culpó a la vista de un morro de lobo su explosión de locura. Los labradores, creyendo fervientemente que los lobos han sido siempre  sus enemigos, afirmaron con la cabeza ante la explicación y procedieron a escudriñar en parejas los alrededores, sin encontrar señal de la fiera. Sugiriendo entonces que reuniese su rebaño y bajase con ellos a la seguridad del poblado, rodearon al pastor y sus ovejas y descendieron profiriendo amenazas y echando mal de ojo hacia las alturas, donde el lobo, despierto del todo, les observaba sin descubrirse, algo asombrado del alboroto, aunque reconociendo que los hombres, desde que los había visto, le habían parecido siempre un tanto exagerados.
Dos días después miró subir de nuevo al rebaño. La noche anterior se había paseado cerca del pueblo, solo para tentar al destino, y encontró un par de gallinas que devoró casi sin darse cuenta. Sabía que culparían a la zorra, al coyote o al tlacuache, ya que esos se la pasaban correteando pollos por los corrales, como había visto hacer a los hombres con sus mujeres, y además, su fama les convertía de inmediato en culpables, como pasa siempre. Para un bocado, no estaba mal, aunque su tamaño le pedía mucho más. Había tenido que apresurar su regreso a la montaña por los ladridos de los perros que lo ventearon, y aunque los más cercanos se habían escondido en las casas de sus amos, gimoteando, varios hombres habían salido amenazando la noche con escopetas y pistolas, herramientas a las que el lobo había aprendido a temer, por su mortífera eficacia, aunque no más que a los portadores, por su alma despiadada. Ahora pensaba en sus posibilidades de llevarse una de esas ovejas pequeñas, que se retrasaban o se alejaban del rebaño, con sus balidos de cabra indefensa y prescindible. El zagal subía con ellas, distraído como siempre, renegando de esa vida que lo mantenía atado a esos animales que nunca serían suyos, y que incidentalmente dependían de él y de lo que él hiciera, como si de verdad le importase lo que con propiedad ajena sucediera. Se detuvo para beber del bule y comer por anticipado parte del frugal almuerzo con que se le premiaba. Siendo este apenas suficiente para sobrevivir, obligaba al zagal a husmear por aquí y por allá, buscando cualquier cosa que completase su dieta. Fue así como descubrió el pelaje gris negro rojizo del lobo, que se había movido en dirección contraria, rodeando al rebaño, para alcanzarles por detrás y atrapar su presa. El lobo, al intuirse descubierto, emitió un salvaje gruñido, que hizo al zagal desgañitarse con una serie de gritos, que por ser esta vez articulados, no llevaban para los labradores el mismo mensaje urgente que la vez anterior. Sin embargo, al escuchar esa voz que se repetía llamando a algo o a alguien, algunos labradores reaccionaron y corrieron de nuevo hacia la zona de pastoreo, rumiando soeces ante la imprudencia del chaval de regresar el rebaño al mismo lugar. Cuando llegaron, no encontraron rastro de lobo alguno, pero si a un aterrorizado pastor que hablaba de un monstruo de tres metros de cola enorme y ojos como brasas.  Algunos labradores rieron ante la clara exageración, pero otros tomaron por chanza la alarma del pastor y amenazándole con propiciarle una tunda, le dejaron ahí, atolondrado, mientras se llevaban a sus ovejas, por las que habían reaccionado y enfrentado el supuesto peligro. El pastor, sabiendo que su vida valía un cacahuate para los aldeanos, y especialmente para los dueños de las ovejas, bajó en silencio detrás de ellos, mirando furtivamente hacía atrás, temiendo que la bestia les alcanzase en cualquier momento. Los labradores que no tenían propiedad en el rebaño, bromeaban con su cobardía, y con el miedo que le hizo tomar por lobo a algún escuálido coyote, ¡o una ardilla! gritó por ahí otro, redoblando las risas.  El lobo, dándose cuenta, desde montaña arriba soltó un aullido que se despeñó con un tono grave y escaló hasta un largo agudo que erizó los cabellos de la aldeanada.  Los hombres apresuraron el paso, bromas calladas, hasta llegar a sus calles y sus corrales, cerrando sus casas y colgando ajos y crucifijos en las puertas, prohibiendo a sus mujeres e hijos salir sin compañía de la aldea. El pastor, libre ya de la burla, sintió algo más que miedo. Sintió gratitud. 
Le obligaron a llevar al rebaño a otra parte de la montaña. Tenía que vadear dos veces el mismo arroyo y atravesar un campo de cultivo donde era casi imposible controlar a las ovejas. Pero el recuerdo de aquel aullido acallaba todas sus protestas. Los aldeanos asignaron a un par de vigilantes armados que le visitarían un par de veces al día y se mantendrían al alcance de sus oídos, por si acaso. Nadie había visto un lobo en años y la manifestación de su presencia les había amedrentado más que la milicia que periódicamente subía a joderles la vida. Así que no repararon en esfuerzos para protegerse de la fiera. Los viejos revivieron las viejas historias de hombres comidos vivos y niños arrancados de las canastas de yute donde las madres les llevaban a los cultivos. Fue fácil transcurrir hacía las narraciones de nahuales y hombres lobo. En esa atmósfera, dos compadres fueron baleados por los susodichos vigilantes mientras visitaban a sus respectivas comadres a hurtadillas y al amparo de la noche. El cura del pueblo intentó tranquilizar los ánimos reviviendo a Rubén Darío con la repetida lectura de los motivos del lobo y la hermandad lobuna con San Francisco de Asis, pero aunque las mujeres lloraban pidiendo perdón por haber sido tan malas, los hombres musitaban improperios, diciendo en voz alta y en plena iglesia que ¡que hermano lobo ni que un carajo!, que al padrecito le podían caer bien los animales, pero en la mesa, ya que no perdonaba su ración semanal de chuletas de cordero. Cordero de Dios, si chucho, cordero de todos nosotros, que.
Al lobo no le costó trabajo moverse hacia el otro lado de la montaña. Podían haberse ido incluso a dos montañas de distancia e igual les hubiera seguido. Tampoco le costó mucho descifrar a los vigilantes. Los hombres son predecibles, pero no lo creen así. Eso les hace, además, presa fácil, pero de ellos mismos. El lobo no estaba interesado en comer carne humana. Les tenía demasiado recelo para ello. Las ovejas serían suficientes. Las había dejado en paz hasta entonces, pero ahora un hambre atroz le atosigaba, aun cuando hubiera ocasiones en que cazaba lo suficiente. Encontró refugio entre rocas y árboles en un sitio casi inaccesible. Se preparó para una caza que no había disfrutado hasta entonces. Se imaginó mordiendo una pieza inocente, perdiendo así, imaginando, la propia inocencia. Y creyó que estaba listo para probarles a los hombres que los de su estirpe no dejarán de existir nunca, aun cuando sea en la parte más distante y oscura de la triste naturaleza humana.
La primera vez casi le atrapan. El pastor abonaba la tierra  cuando el lobo saltó sobre una cría que se había acercado a la orilla del barranco que descendía hacía el arroyo. La madre había enfrentado a la fiera, que tuvo que soltar a la cría y abrir de una dentellada la garganta de la salvadora, arrastrándola luego hacia arriba, mientras el pastor se subía los calzones y corría hacia donde balaba desesperada la cría. Llegando al sitio, siguió el rastro de sangre hasta la espesura donde esperaba agazapado el lobo. El zagal quiso acercarse pero se detuvo al escuchar un gruñido, profundo y amenazador, y regresó con la cría en brazos, sin correr, para dar aviso a los vigilantes. Para cuando estos llegaron el lobo había dejado a su víctima en uno de sus escondrijos y se hallaba seguro contemplándoles desde la altura. 
La segunda vez fue más fácil, aunque las dos subsiguientes tuvo que excederse en astucia, fuerza y rapidez. Con su quinta presa, los aldeanos organizaron varias batidas y trajeron de dos pueblos lejanos un par de cazadores de fama para dar muerte al lobo desastroso. El lobo regresó a la parte más alta de la montaña, manteniéndose de ratas de campo y de conejos hasta que pasó la emergencia. Después, regresó. Los hombres entonces sintieron verdadero espanto. El lobo no solo era feroz: era astuto. El hecho de que la enfermedad, la sequía, el abigeato, les mermaran más el rebaño que el mismo lobo, no disminuyó la leyenda que a su alrededor se tejía. Fue quizá gracias al mito, o a su natural inclinación a ser diferente, pero ya para entonces el pastor estaba de parte del animal. Después de cada incursión de caza, el lobo regresaba a su punto de vigilancia, lejos en la montaña, donde un día le había descubierto el pastor, buscándole por su cuenta. El joven admiraba el poderío de su cuerpo, lo abundante de su pelaje y el perfil que recortaba contra el cielo, especialmente ya oscureciendo. El lobo le oteó, eventualmente, y dejó que cada uno guardara su propio lugar, a la distancia, en el que ambos estaban seguros.
Los aldeanos sospechaban de la eficiencia y fidelidad del pastor de sus rebaños. Maldecían al lobo y amenazaban a cualquiera que le mostrase simpatía. No había noción de hábitat o naturaleza que respetaran o que de algo valiera, así que se deshicieron del pastor y nombraron a otros entre ellos, labradores, para realizar sus funciones, pero al poco tiempo, al perder varias ovejas despeñadas, ahogadas o extraviadas, no por intervención del lobo cazador, sino por la ineptitud de los improvisados pastores, regresaron al pastor, no por su gusto, a cuidar el rebaño.  
El lobo le reconoció no bien atisbarlo. Ese día decidió que no habría cacería. De alguna manera había desaparecido su intensa soledad. De algún modo, había saciado su hambre.

Ricardo A. Simental
Julio 2012


domingo, 22 de julio de 2012

El niño y el caracol


El niño se encontró con el caracol y creyó que aún estaba habitado. Se detuvo frente a él, dudando en tocarlo, sabiendo que el contacto vuelve susceptibles las cosas. Las olas a su izquierda llamaban a repetirse, y se repetían unas a las otras, sin lograr que nadie hiciera caso, y antes bien, se las rehuía. El caracol asomaba con la punta al cielo, rodeado de arena húmeda, completamente inmóvil. “Debe estar solo” se dijo el niño, reparando al instante en su error “debe estar vacío” se corrigió de inmediato. Los petreles y las gaviotas se disputaban los mendrugos de alimento y basura dejados por tanta gente, despertando con sus reclamos al viento que se levanta desde occidente todas las tardes y trepa insolente por las montañas, agitando la selva, el polvo, la rala existencia del trópico. El niño bajó la visera de la gorra que protegía su cabeza del sol de hacía un par de horas. Nunca había visto un caracol como aquél. Parecía extenderse por kilómetros dentro de su espiral. Sus tonalidades de rojos, blancos, magentas, amarillos  daban vueltas en las retinas. Se decidió a tomarlo cuando notó que una señora con un niño en brazos se acercaba, curiosa al verle parado ahí, con la vista fija en el suelo, y dos pequeños corrían hacia el sitio con cubetas y palas en las manos, gozosos los rostros enmascarados de arena oscura. En cuclillas, levantó el caracol con cuidado, con sucesivos y cortos movimientos, para darle oportunidad de reaccionar, si estuviese vivo. Escuchó a la señora decir a su espalda ¡qué bonito caracol!, y luego, con cierta ansia posesiva, ¿me dejas verlo?. Uno de los pequeños, parado a escasos dos centímetros de su cara, le preguntó, todavía chorreando agua: ¿es tuyo? Él no quiso responder a ninguno, porque habiendo lidiado siempre con el deseo de los demás, sabía que toda respuesta representaba un conflicto.  Se levantó con el caracol en la mano, venciendo su propio temor y algún grado de repugnancia, y sonriendo, se abrió paso entre ellos, alejándose con un andar vacilante hacia el lado contrario de la playa. Los pequeños regresaron sin más a jugar, pero la señora se quedó mirándole alejarse, sin reparar en ello, con una tristeza infinita, quizá surgida de su maternidad reciente, quizá de un presentimiento aciago. El niño iba ganando en contento, a pesar de la incomodidad impuesta por la arena entre sus dedos y el tufillo que percibía desde el caracol, sostenido a contraviento frente a su rostro para ayudarse un poco con el peso y la marcha hacia las sombrillas desde donde había venido.
A su madre no le había gustado el caracol. La desproporción de su enojo ante lo que llamaba “su manía de recoger porquerías”, más que el rechazo a su obsequio, le dejó abatido. ¿Cómo es que algunas personas desprecian lo que otras anhelan? Podría quizá algún día entender que lo despreciase a él, tan sin habilidades, sin gracias, sin alegría; pero, ¿a quién puede no gustarle un caracol tan bonito?. Parpadeó rápidamente al sentir que se le venían las lágrimas. Mamá no puede saber lo que hace. No lo sabe. No. Se acercó lentamente a la orilla de un mar al que parecía no importarle nada. Sin pensar, dejó que el agua le rodease los pies, dejando rastros de espuma al retirarse, como recuerdos de una caricia que parecía intencional. Supo entonces por qué le había gustado siempre el mar. El mar no hace distingos.
La gente se arremolinó en la orilla, a su alrededor. Detrás de las olas, un bote salvavidas trataba de mantener su posición mientras dos hombres bajaban a un tercero que parecía no reaccionar. La muchedumbre  murmuraba y se asustaba, coincidiendo en lo peor, como hace siempre. Los hombres batallaban un poco con la resaca y eso hizo que otros acudieran al rescate de los rescatadores. Moviéndose de prisa, con protagonismo de novela, gritaban ordenes sin sentido y empujaban a quienes tuvieran enfrente. Viniendo en su dirección, uno le hizo a un lado, con una mano callosa que le aplastó el pecho. Tendieron al hombre en la arena, pidiendo inútilmente que la gente dejara espacio. Alguien solicitaba un doctor, y en eco repetían: doctor! doctor!. Otro decía que no hacía falta, que el tipo estaba muerto de ahogado. Una mujer sollozaba, sin soltar la bolsa con piña y jícama que comía desde antes del incidente. Los más solo miraban, unos por encima de otros. Al niño le repugnaba sentir la aglomeración de esos cuerpos casi encima del suyo. Quiso alejarse, pero el cerco era compacto y no lo habría conseguido si no fuese por la llegada de los marinos, que con eficacia antinatural se abrieron paso y formaron un circulo en el que nadie podía pasar, ni el médico, que tuvo que identificarse dos veces antes que el arma bajara del nivel de sus ojos y le hiciera una seña en dirección del difunto. El niño no había visto nunca un ahogado. Le impresionó el pelo echado sobre los ojos, en una especie de antifaz del descuido, y la espuma que brotaba de la boca entreabierta en un trazo desviado, como se abría la boca de la abuela cuando roncaba. El color cenizo de todo el cuerpo le dio una sensación de frio. Y entonces le tuvo lástima. Se alejó sin repeler las lágrimas, ya retenidas anteriormente, con el caracol pesándole en una mano y la  angustiosa indefensión de ese muerto, abandonado ahí, pesándole dentro. No sabía que una mujer con un niño en brazos, ignorándola aún, lamentaría para siempre esa tragedia y asociándole con ella, no le olvidaría jamás.
El niño pasó largo rato lanzando piedras al agua, las que se hundían de inmediato, inermes ante las olas. Se sentó después a contemplar su obsequio. Había lavado cuidadosamente al caracol, aliviado de no encontrar huésped alguno dentro del laberíntico aposento. El sol había cambiado de tono y hacía que se confundieran los rastros de color en la superficie, logrando que del blanco emanara un cierto resplandor rojizo. Al niño le gustaba su caracol. Recordando las antiguas consejas, se lo puso en la oreja, tratando de escuchar el mar, pero el mar lo tenía enfrente y no dejó que otra cosa apagara su voz. Intentó soplar por el ápice y llamar como había visto hacer a los que se disfrazaban de indios, pero el caracol no admitía aliento alguno. Quitándose la gorra, inútil ya a esa hora, se lo colocó de sombrero, comprobando que le quedaba perfecto. ¡Cuán grande era su caracol!. Echó a andar por el malecón, sonriente. Acostumbrado al anonimato, a la invisibilidad, se sorprendió de pronto siendo motivo de atención de la gente. Reparó en que seguía en traje de baño y sin ninguna otra prenda encima, excepto su caracol de sombrero. O su sombrero de caracol. Anticipó las burlas y las risas que efectivamente llegaron, pero fueron más las miradas de admiración e incluso de envidia, entre otros como él, que no tenían algo parecido. Se sintió diferente. La simpatía y curiosidad que percibió de reojo le ayudó a ignorar las pullas y los comentarios mordaces, y pronto sonrió abiertamente al reconocer que esa sensación de diferencia le calzaba tan bien como su caracol. Rió al escuchar el llanto de quienes pedían un sombrero igual. Pensó que tener un caracol era algo genial, pero pronto observó que la gente le miraba a él, y cuando se iniciaron los saludos y uno que otro aplauso, y por supuesto, las fotos, las personas se dirigían a él. Ahora contaba. Ahora la soledad era un recuerdo lejano. La incomodidad que le acompañaba siempre, y que no venía de la arena, ni del sol, ni la ropa o la gente, sino de él mismo, se desvaneció, dejándole andar con un paso tranquilo y seguro hasta los pies de un ángel de piedra que recordaba desde pequeño, y ahora parecía ser lo único adecuado para permanecer consigo aún entre tanta gente, respirando el aire marino, admirando el sol encendido, respondiendo a las sonrisas y a los guiños, sin temerle a la noche ni a lo desconocido,  paladeando el sabor de ser él mismo, el de siempre, pero distinto.
Ricardo A. Simental
Julio 2012

La ecuación de Dios

Juan Palomera González, primo hermano de Julio el hermoso, dotado este último de una fealdad extrema y corazón de oro, se pitorreaba del profesor de matemáticas del 3er curso de secundaria, quien desde el fondo de sus lentes iconoclastas de ateo convencido, afirmaba que era posible probar la existencia de Dios matemáticamente, lo cual lo colocaría del lado del conocimiento puro que no de la religión ni la fe. No sabía cómo, reconocía sin ambages, pero sabía lo suficiente para predecir que alguien lo lograría. Eso era motivo de burla de Juan Palomera, alias el “biguanalachair” quien no soportaba la inteligencia en ninguna de sus formas y sólo aceptaba superior jerarquía de quien mejor se expresase en el espanglish horroroso que se practica entre ciertos quienes y algunos asegunes. El profesor nunca supo que en cierta página de Los mitos de Cthulhu, H.P. Lovecraft, entre el juego semántico y los sofismas sobre cierto misterio de umbrales y seres primigenios, lo había mencionado casi un siglo antes de que el profesor expresase su convencimiento de la naturaleza matemática de Dios. Se dice que Lovecraft, quien por supuesto nunca conoció al profesor, conocía por estudio a Pitágoras de Samos, interesado particularmente en el periodo esotérico de este último, abrevado por las fuentes fenicias de arcaico conocimiento y sus viajes a Babilonia y Egipto. De ahí que Howard Philip haya exhibido con tanta frecuencia al árabe loco, que en cierto sentido, era el precursor del profesor mencionado aunque desconocido totalmente por él. En un instante cualquiera, como ocurre con todos los principios, confirmando a Kurt Gödel y su teorema de la imcompletitud de que en cualquier sistema existe por lo menos una fórmula que aun siendo verdadera no podrá ser jamás demostrada, Julio el hermoso concibió la ecuación que probaba la existencia de Dios, en una imagen reveladora en la profundidad de su mente, sin saber cómo y sin intención, tal cual lo había predicho su profesor, (aunque quizá pensando que eso tardaría unos miles de años) pero no habiendo cursado sino una licenciatura en administración en una de las universidades sin registro formal del país, Julio desconocía el lenguaje matemático y los símbolos para expresar dicha ecuación. En su desesperación, intentó plasmar con dibujos la claridad preeminente de esa afirmación absoluta, pero lo que resultó pareció ser obsceno a todo aquel con quien trató de explicarse. Julio el hermoso fue tachado de ignorante, mentiroso, irreverente y comunista, sobre todo por Juan Palomera, quien nunca dejó de ser el biguanalachair y se la pasaba rompiendo cabezas como policía local. Agobiado y vilipendiado, a Julio sólo le quedó espacio para la soledad visitando a su antiguo maestro, quien tenía algunos años yaciendo bajo una losa que en el frente decía: “tuvo muchos alumnos y ninguno” lo que provocó que Julio el hermoso, quien había ya olvidado la sublime ecuación que probaba la existencia de Dios, se quedara pensando en el sentido de ese epitafio sin que pudiese dilucidarlo, no sabiendo que era resultado del fastidio de la mujer del maestro, a quien le pareció demasiado caro el cobro que hacía, y por cada letra, el lapidario.

17 rosas


Hoy, en el diario, leí una noticia triste. 
En Gerena,74 años después de fusiladas, 
encontraron la fosa común donde las enterraron.
¿Quién las conocía? ¿De cuantos brazos las arrancaron?

Yo suspiro ahora
en este espacio, inasido,
y me imagino despacio
lo que habrán sido.

A que una, dichosa,
con el bosque amanecido,
otra, quizá graciosa,
otra, con el ceño fruncido.

Aquella ama el dolor
del amor recién conocido;
Esta, la desazón
de no hallar un beso escondido
en el corazón.
Esta otra, desde un puño vacío,
reclama la sinrazón
de tanto justo que ha huido.

De todas, la mar se viene
anunciando gestos, cariños,
y ese valor que ellas tienen,
que es el coraje del digno.

Anda, Federico, vuela,
Que las niñas se espantan
al detenerlas.
Cierne rima de cantos
y de elegías
sobre sus frentes, sus manos;
las rosas de sus mejillas.
Que son diecisiete las flores
que ya no verán otro día.

Todas amasan cobijo,
asisten, reparten,
y no se arredran ni parten
ante el peligro que acecha
a padres, hermanos, hijos:
su simiente y cosecha.

Que de esa tierra bendita
maldita estirpe ha hecho mella
y donde la bestia transita
de muerte y dolor deja huella.


Anda, Federico, has suya
La canción otoñal, El alma ausente,
y depositales, como en la tuya,
un laurel en la frente.

Dales del alma cobijo,
que entre tus versos se mezan
y alienten con regocijo,
que al igual que las trece
de Madrid, las rosas perennes,
Nunca perezcan, nunca,
las diecisiete.


Y con esa mano amorosa,
que no nos venza el traidor, el asesino;
que se nos quede el candor.
Y que haya siempre una rosa
en nuestro camino.

Ricardo A. Simental, 2012

La partida



Cuando se dio cuenta de que había perdido la oportunidad para la felicidad en la vida, era un poco tarde para romper con todo. Se abandonó a la rutina, sin poder ahogar por entero a ese que llevaba dentro que se le agitaba de cuando en cuando, sin aviso previo. Aprendió a hablar solo, recriminandoselo cada vez en menos ocasiones, y a toser con discresión cuando la desolación era mucha y sentía desbordarsele con un grito ahogado. Se le fue desfigurando el rostro por debajo de la piel, desacomodando la sonrisa con cierto rictus amargo y volviendole los ojos hacia adentro. Tomó por costumbre mirar su sombra al caminar, para creer que seguía vivo. Los dias le llegaban disminuidos con la cuota de los errores cometidos en el pasado. Las pocas horas que le quedaban se le iban en el trabajo.
Un dia decidió que se iría con una gran despedida de esa vida. Preparó todo concienzudamente. Le tomó algo de tiempo conseguir enlazar lo necesario. Cuando los dias desaparecieron y todo fue una sola noche en penumbras, supo que había llegado el momento. Lustró sus zapatos, se puso el único traje que nunca tuvo, se afeitó y peinó de memoria, para no verse al espejo y evitar asi cualquier momento de flaqueza, desprendido del afecto que todos sabemos guardar. Se ató el nudo con cuidado, buscando la perfección. Trepado precariamente, evocó algunos momentos que se le habían quedado pegados en lo profundo y suspiró con melancolía y algo de tristeza. Luego pateó el banco.
Con la maleta preparada de antemano ya en su diestra, bajada recien del armario, abandonó ese lugar para siempre, ya sin nada más que perder. Las notas dejadas en todas partes, no daban razones sino motivos. Y el horizonte se le hizo grande. Muy grande.

viernes, 15 de junio de 2012

Asi contigo

Le dolía algo que se removía adentro sin lograr asomarse entre tanta ansiedad y prisa por librarse o liberarse de...que? El trabajo se perpetuaba con el tiempo montado en una alineada luz de sombras y le empujaba la imaginación escaleras abajo sin lograr soltarle del escritorio ajado y en un rincón nada atractivo. Los pies se mueven con cierto ritmo, junto a las ruedas de la silla giratoria que ahora gira para volverse en dirección de la pantalla donde aparece el salvapantallas rebotando sin dirección. Quiere irse, irse ya, huyendo de las horas que vienen y que pueden encontrarle ahi, en el lugar de las otras horas muertas sin relevancia. Es tiempo de la salida pero no se atreve a ser el primero, para no escuchar el ya sabido ¿cómo? ¿ya te vas? y la risa que le precede cuando vuelve a su sitio. Quiere irse, sin embargo. Tiene que irse. Mira a su alrededor y recupera la imagen de ella desde algún dia de muy atrás y un año antiguo. Ella sonrie a medias y él responde a esa sonrisa. Le mira desde su perspectiva unidimensional y él se ata a esa mirada con un parpadeo rápido de desconcierto. Dos latidos le agitan y un timbre desde su izquierda le hace notar que todavía está ahí, dentro de lo común y corriente. Siente su propia mano tocando la superficie brillante antes de apagar la pantalla. Las carcajadas estallan a su espalda. Ella desaparece con la luz del monitor. Ellos festejan su burla y la atesoran para cientos de conversaciones grotescas. Él se levanta y sin despedirse, sale a la puerta, y después al pasillo, donde al pie de la escalera le espera ella, con la expresión de siempre y el mismo vestido, para llevarle seguro a cierto lugar donde sólo existen suspiros.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Ixca sabía todo

A Carlos Fuentes, desde acá abajo.

Ixca amaneció entre nubarrones de smog y cantos de sirenas anunciando al convoy de tiras que pasaban cubiertos con pasamontañas y cascos negros o azules, "pa´lo que importa". En la sima de esa ultima aurora, Cienfuegos caminaba entre los miembros sin coyuntura del esqueleto de México. Buscó en el Barba Azul y en la Bandida, refugios seguros de Roberto Régules e incluso quizá de Gervasio Pola, atravesado por la sombra de Rosa Morales, a la que alguien tuvo que haber querido. No encontró a nadie, excepto a Carlos, sentado de espaldas a la entrada, como todo buen escritor que no puede perder detalle del escenario. Nada se representaba frente a él, pero era la nada a la que había venido buscando. Ixca decidió entrar, nada más para verlo. Cuando Fuentes se volvió, con la mirada plena de certezas, se sintió desaparecer de ese plano y abrió un instante los ojos para oponerse. Quedó luego el silencio entre él y la mesa vacía. Miró al hombre de pie, de recia figura. Le observó torcer el gesto que tan bien conocía. Ese Ixca Cienfuegos que él había sido le miraba a su vez desde la altura, iniciando el retiro. Se reclinó contra el aire amargo del antro extinguido. Se quedó como Carlos mientras escuchaba los pasos rejuvenecidos yéndose como él, andando sin prisa hacia la salida, a una región más transparente que esa semioscuridad de la que ahora era motivo. Él, comprendiéndolo todo, se quedó mirando al vacío.

sábado, 10 de marzo de 2012

Es que alguna vez te has ido?

El día que la mataron lo tenía prensado el pensamiento de que quizá podrían tomarse el riesgo de viajar solos por primera vez en décadas, quizá en un crucero, quizá en un maratón de manejo que les llevara de pueblo en pueblo hasta un amanecer de montaña, o de llano, como los que Juan Rulfo algún día describió. Le tenía apresado el ansia de resarcir el daño, grave o mínimo, que le había causado. Ella estaba tranquila, con la mirada de ensueño que le prendía el alma de calores infinitos, la que tanto le gustaba a él. Mientras se movían en la prisa de salir a tiempo ya a destiempo, le sonreía intermitentemente, asegurandole, sin decirle, que todo había pasado. Cuando supo del tiroteo y le avisaron que ella había sido una de las víctimas, sintió horrorizado que el mundo se equivocaba como se equivocaba siempre, que la víctima era él y que a ella pocas cosas podían pasarle, como pocas buenas había propiciado él que le pasaran, siendo así imposible que otro incidente de esos tan comunes de balaceras entre rufianes y criminales, con uniforme o no, le alcanzara a ella, que tan poco tenía que ver con eso o con cualquier otra cosa ajena como las que pasan todos los días. Ella no se andaba con esas vainas, que va. Ella se cuidaba hasta de lo que comía, no teniendo para spa ni afeites ni cirugías, recursos de algunas otras que se decían sus amigas, las que creían ser lo especial de la vida y no tienen ni idea de lo que ser especial se trata. Así que ¿cómo creer lo que dicen? no quiere ir a donde le llevan pero le llevan igual, y cierra los ojos cansados de ver tanto blanco y desinfectante y de oler, sí, con los ojos oler eso que se lleva la vida de uno, nomás entrar y bajar y moverse entre escalofríos hasta verla ahí, con la mitad de la cara azul y la otra mitad desaparecida. Con un perfil ahora muy querido casi perfecto desde un lado y grotescamente molido desde el otro. No es ella, dijo, tan claramente como pudo, sin ser suficientemente inteligible, porque los otros no entienden y se lo hacen saber mientras él sigue repitiendo que no es ella, que cómo iba a ser si ella no se andaba con esas vainas, nomás no se andaba con eso. Si la conocieran, repetía, no creerían tal cosa. Eso que está ahi... lo siento, lo siento mucho, pobres los de su familia, llorarán como nunca han llorado y más por verla así, pobrecilla. Pero ¡que no es, carajo! y lo subieron a un escritorio y le mostraron las fotos y la licencia de conducir, las credenciales viejas de los hijos que son los de ellos, las que ella gustaba de mirar para que no se le fueran creciendo, se le fueran viviendo, se le fueran, en fin, por ahí para otro lado. Y cuando miró lo que quedaba de la gargantilla de oro con el dije que él gustaba de besar resguardado entre sus senos, le extrañaron los ruidos que le salian de la boca, de los ojos, que le tapaban los oídos y enrojecían las caras de los que miraban y fruncían el ceño, con cierta pena ajena, hasta que supo que iba a gritar y después no supo lo que gritaba, pero era algo de ella, de cómo carajos había permitido que eso le sucediera a ella, precisamente a ella, que nunca se andaba con esas vainas. Y precisamente ahora, cuando se había dado cuenta de que nada era igual sin ella ni nada era como estar con ella. Y así sin saber nada se pasó igual hasta el funeral, con un sol de media tarde encegueciendo la tierra, sin nada de lluvia, nada de cielo llorando ni esas cosas, solo los hijos y la misma pregunta y las caras de otros que parecía reconocer, lamentándose de algo que le pertenecia sólo a él, pero no, tambien a ellos, y fue en ese momento que la vio entre la muchedumbre curiosa, y vio el movimiento repentino con el que se le escondió detrás de la cabeza cuadrada de un tipo con uniforme. Se acordó de Onetti, pero no se acordó de qué. Se movió hacia ella, pero algún bien intencionado le retuvo, pensando estúpidamente que haría algo estúpido. Cuando logró zafarse, sólo encontró caras y cabezas reclinadas o mirándole con morbo y empalagosa compasión. Y con eso se quedó hasta que algunos meses después volvió a vislumbrarla, corriendo para alcanzar un colectivo, algo que no habia usado en años. Corrió igualmente detrás, llamandole, intuyendo que no reconocería ser ella. La sintió revolverse dentro, en su corazón fatigado por la carrera, mientras ella volteaba un instante, sin frenar la huida, y se subía con agilidad inusual para sus cuarenta y tres años, sonriendo sin reconocerle. Él no pudo llegar antes de que arrancase el vehículo y se quedó llamandole a todo pulmón, con la gente vaciandole la miseria excretada por tanta miseria. Se dijo que era cosa de quererla ver, nada más, y así la encontró otras veces, siempre en lugares distintos e incluso excepcionalmente ajenos a lo que ella había sido. Esquiva sin falla, le eludió en cada uno de esos desencuentros fugaces, de esos atisbos de la eternidad. La única forma en que supo atraparla fue contratándola, y entre lupanares de lujo o de callejón, con sabores distintos y olores distintos, la fue visitando en cada sitio en el que jugaba a la aparecida, con nombres diversos y rostros diversos pero siempre ella misma, siempre la que sabía que él, ahora, no la engañaría nunca más.

Con el alma

La quiso con el alma, desde el lugar común de los románticos; con desenfreno, la  álgida forma  de los hedonistas; con pasión, emulando a los poetas malditos; y con certeza, como sólo unos cuantos saben hacer. Vivía inmerso en las tonalidades múltiples de ese enamoramiento sublime y atróz. La quiso tanto, que se dedicó a cuidar ese amor absoluto.... y se olvidó entonces de ella.

sábado, 25 de febrero de 2012

Tus pasos


Escuchó el repicar de tacones, mientras trataba de ajustar la visión a esa semipenumbra que desciende de los ocasos melancólicos de estas latitudes, y percibía un perfume de mujer delicioso. Sin voltear, esperaba a que el tráfico le permitiese cruzar hacia el auto que dejaba al doblar la esquina, en una calle secundaria con algunos árboles que ayudaban a la discreción del amor. Esperó ver a la que se acercaba tan alegremente, pero le sorprendió mirar la acera vacía. Los pasos recién se esfumaban, a un par de metros de él, rebotando en el concreto ahogado de la calzada, pero el aroma permanecía flotando en jirones entre la brisa, a pesar de que no había nadie que los explicase. Sonrió a la primera, incrédulo. Buscó el origen de la broma, pero estaba sólo. Sintió un atisbo de asombro y una alegre exaltación: ¿se encontraba acaso con su primer fantasma? sonrió abiertamente. Los vehículos se espaciaban y aprovechó para emprender el regreso a casa. Pensó en contarlo en la cena, pero se recordó que tendría que explicar lo que hacía en esa zona, cosa impensable. Nunca había sido bueno para mentir. Así que lo guardó para mejor conversación con los amigos. Sabía que se mofarían del relato, imputándole la cobardía de no haberse quedado a averiguar el asunto. Pero, ¿averiguar qué? los pasos se habían extinguido antes de llegar a su lado. Y no había nadie. Eso era indudable. Cierto que estaba en penumbras, pero los pasos habían sonado a escasos dos metros de él. Imposible no ver a nadie, si es que era alguien el que caminase. Una mujer, por supuesto. "O un muerto travesti", se dijo, gorgoteando una risa. "Un curiosos efecto del eco", concluyó, dejando que la imagen de otra mujer real ocupase su mente, salida de su memoria reciente, de hacia escasos minutos, o una hora, a lo sumo.
En los siguientes días, no hubo oportunidad de verla hasta el fin de semana en que se dio a la fuga, aunque con menos tiempo y placer que de costumbre. El hotel era diferente, cerca del centro, así que tuvieron que tomar taxi y luego ella partió apresuradamente, casi terminando el orgasmo, antes de que en su propia casa hubiese un conflicto. Él esperó al segundo taxi, obligado, apresurando los minutos con la culpable ansiedad de quien desea ya ver a los suyos, pero no tanto a los ojos. Entonces escuchó los pasos acercarse desde su costado derecho, un poco atrás, y tuvo que volverse para ver de quién se trataba, recordando el primer encuentro, por lo que no se sorprendió cuando no descubrió persona alguna encima de esos pasos, que esta vez se desviaban dirigiéndose directamente a él. Con el cuello erizado y el corazón agitándose en un espasmo que nunca reconocería ante nadie, abrió enormemente los ojos, con expresión que en otro momento habría calificado de cómica, y dejó escapar un “uuuggghhh” significante de que algo no encajaba en ese universo. Recordó el aroma que le envolvía, discreto pero inconfundible, y se olvidó del “no puede ser” para quedarse con el “¿qué carajos está pasando?” hasta que los pasos volvieron a desvanecerse y el perfume quedó en la memoria y nadie se estrelló contra él, ni le tomó (lo que habría sido horrible) la cara entre las manos. Esa noche, en casa, durmió mal, y eso le sirvió para no tener que inventar otra excusa.
Cuando lo comentó con otro, este le dejó una mano en el hombro y le guiñó un ojo haciéndose cómplice de la aventura. “Te felicito”, le palmeó, con cierta fuerza envidiosa, “esa está que se cae de buena”. Él hizo una mueca. “Si, pero, te digo que los pasos…” “Ahhh, sí, los pasos” chanceó el otro, “debe ser tu conciencia” y con una carcajada y el pulgar en alto, se alejó para contárselo a otros, con excesivos detalles, como siempre ocurre.
Sabía que estaba haciendo mal las cosas. Tenía tiempo de no cumplir en casa, excepto ocasionalmente, alegando cansancio y el estrés del trabajo. Y le mataba despedirse cada mañana de esa mirada que no le reprochaba nada. Por convencimiento, espació los encuentros, aunque sentía que los necesitaba más que nunca. Es así como un hombre siente colmado su deseo cuando no puede ver colmado ese deseo. 
Salieron de paseo en familia. Después de un par de horas, él, un tanto fastidiado, les dejó curiosear vitrinas y probar chucherías. Sentía que había cumplido su parte de padre y esposo complaciente y amable. Esa noche tampoco iría a verla y eso le provocaba un resquemor que le agriaba el semblante. “Les espero en la esquina” gritó, algo demasiado fuerte “no se tarden”. Miró vehículos y personas andar entre corrientes y flujos de ansiedad. Su propia ansiedad. “Ya basta” se dijo, “domínate”. Se envaró tratando de no pensar en nada, con el rostro hacia las escasas estrellas. “Tienes que terminar con eso”. La frase giraba en su cerebro, mientras deliberadamente borraba el rostro y el cuerpo que se empeñaban en aparecer. “Tienes que terminar con esto”. El rastro del perfume le llegó primero. Luces incandescentes bailaron desde sus ojos. Los pasos llegaron después, alegres, vivos. Se forzó a no mirar, sabiendo que no habría nadie. Aspiró con fruición el aroma que ya le era entrañable. Se sobresaltó cuando sintió los brazos rodeándole la cintura y el perfume subiendo en efluvios desde ese cuerpo cálido y por un instante desconocido. Le miraba desconcertado mientras ella subía su rostro hacia él, preguntando: ¿hueles? ¿te gusta? y le buscaba la expresión esperando que no se molestara. Él atinó a abrazarla, con un alivio que pensó ella nunca entendería. Para disfrazar su desconcierto, acercó su rostro a su cuello, oliendo esa fragancia que le hacía reaccionar como hacia mucho tiempo. “Lo compré para ti” le decía ella. “Bueno, para mi para ti” rio con un sonido infantil que rompió el corazón de él. “De mi para ti. Así se llama. Tuve que comprarlo”. Y él la abrazaba más fuerte, deseándola aún, con la risa de los hijos llegando desde atrás, acompañando el sonido de sus palabras cuando ella le dijo al oído, en tono sugerente: “no pude resistirlo”, y él contestaba, totalmente complacido: “Yo tampoco”.

Ricardo A. Simental Z. (c) 2012

lunes, 20 de febrero de 2012

Desencuentros


Él soñó que era ella y que ella era otro. Y se sintió añorándose a sí mismo desde el corazón de ella, tan desconocido hasta entonces, mientras permitía que el otro le acariciase. Se miró desde los ojos de ella rondándola con cierta timidéz a pesar de sus bravatas y hacer un rictus de celos fingiendo al mismo tiempo indiferencia. Y sonrió muy siendo ella al verse en esas actitudes infantiles. Sintió ablandarse la parte más intima de ella cuando se vio acercarse, con la sonrisa a media agua entre el azoro y la determinación, y cuando su mano de él tomó su mano de ella, la sangre le llenó cada célula con un impulso acogedor, pleno de deseo y cierta ternura. Luego llegó el otro que era ella, con un aplomo que le desarmaba y una razón irrebatible. Y miró la desolación en el rostro de él mismo mientras se alejaba y sentía crecer un mudo alarido en el alma suplicando que le pidiese quedarse. Pero se miró guardar silencio, sin callar sin embargo el amor de esos ojos. "Pídemelo, tonto"; "Dílo de cualquier forma"; "Tócame y me quedaré para siempre". Pero sus llamados siendo ella se quedaban sin reacción aparente de él, que era él mismo. Con desesperación, le miró mientras se alejaba de la mano del otro, quien sabía perfectamente lo que quería ella, pero no podía evitar ese dolor que le partía en dos y se anidaba en el alma física que le había recibido siempre, húmeda como sus lágrimas y cálida como ahora su piel.
Se despertó de súbito, con el corazón  naufragando en un mar espeso de congoja. Ella le miraba con preocupación y desconcierto. "Decías tu nombre" -le dijo- "y gemías, como si lloraras". Él se sintió él de nuevo, con una tristeza enorme y el sexo a medias erguido. La miró desde sus ojos de él, asombrado de la diferencia. Ella percibió su indefensión de ese momento e inició un intento de abrazarle. Él abandonó sus ojos y miró su seno, descubierto por el tirante del camisón caído desde su hombro. Se sintió erguirse de inmediato y el recuerdo del ser de ella se desvaneció. Ella sintió una ternura extrema ante esa expresión desolada de niño perdido. Él quiso tocar su cuerpo. Ella se retiró un poco, desconcertada. Él resintió lo que interpretó como un rechazo. Ella se dio cuenta y se acercó de nuevo. Él ya pensaba en otra cosa, como la escena donde ya era él quien la miraba alejarse a ella con ese otro que era tambien ella, desde su alcázar de suficiencia y yanotequieros . Ella pretendió recuperar el momento anterior y bajó el otro tirante. Él se sintió disminuir aceleradamente, ya sin deseo ni ganas. A ella se le apagaron los ojos. A él le fastidió descubrir la brillantéz del agua en esa mirada. Ella se volvió (para que él) para levantarse (no le viese llorar). Él le dio la espalda y se acostó de nuevo, enojado consigo mismo, intentando recordar. Ella  sintió crecer un mudo alarido en el alma suplicando que él le pidiese quedarse, pero sólo encontró silencio. Él deseaba decir algo, pero no pudo o no supo. Luego la sintió alejarse, y le invadió una profunda sensación de pérdida. Entonces deseó desesperadamente volver a dormir. Y soñar.  


lunes, 30 de enero de 2012

Los que miran desde adentro


Combinando los nombres inefables de Dios se dice que algún mago o sacerdote pudo alguna vez crear remedos de hombres y de animales a los que quizá les pusieron nombres y les adoptaron como legítimos, siendo seres que nada tendrían que hacer en este mundo. Pero al no haber cabida en otro universo para las creaciones de los humanos, sus creadores tuvieron que esconderlos de nosotros, los comunes, en el lugar más recóndito e ignoto: el nido del alma. Lo que perdura, después de centurias de magia y conocimiento, es el umbral que separa lo fantástico de lo horrendo, que algunos se cuidan muy bien de traspasar. Pero siendo el modo de percibir ambos un tanto grotesco para la gran mayoría, es la palabra la que nos muestra con palidez extrema lo que se adivina del otro lado. Y así entonces los mitos, los cuentos, las leyendas y las alegorías nos mueven al escepticismo o a la superstición mientras desde uno u otra queremos convencernos que no hay otra cosa aparte de lo que somos. Ciertamente, no vemos el miedo atroz que despertamos en quienes nos residen dentro.

Ricardo A. Simental

El león


Borges y Bioy Cázares, lectores ávidos y de inteligencia suprema, nos introducen en una de sus antologías a El Panchatantra, fabulario en prosa y verso del siglo II A.C., con el relato de los cuatro brahmanes que regresan a la vida a un león de cuyos huesos debieron compadecerse, mientras recorrían mundo. Siendo el orgullo del conocimiento lo que mueve a tres de ellos, desoyen al cuarto brahmán, dotado sólo de sentido común y menospreciado por menos sabio, quien les advierte del riesgo de reengendrar a un león. Los otros, soberbios en su sapiencia, no objetan que el más cuerdo se suba a un árbol, mientras realizan el milagro de dotar de huesos, carne, sangre y piel al animal. Al insuflarle la vida, la fiera se vuelve contra ellos y los devora, quizá uno por uno, quizá en furiosa carnicería. El cuarto brahmán debió congratularse de su sabiduría, común y llana, que le salvó la vida. Pero el león reencarnado por obra de los hombres, que no de la naturaleza, sigue suelto en el mundo y el brahmán no ha podido bajar del árbol para deshacer el entuerto y tiene siglos observando cómo la humanidad cae presa del depredador. Vishnú Sharma, el escritor a quien se atribuye la autoría del fabulario, puede alegar que ello ya no es responsabilidad suya, pero el mero hecho de tener a Borges y Bioy Cázares metidos en el ajo hace sospechosa su declaración. Aun así, algunos dirán que el león no existe, pero yo he escuchado su gruñido no hace mucho. En realidad, hace un instante.

Ricardo A. Simental

De cómo los sueños


En el inicio del habla, un hombre soñó con tener a alguien que realizara el trabajo por él y en el afán de darle vida a ese sueño, se hizo poderoso y sojuzgó a otros para darles el nombre de esclavos y vivir a sus anchas sorbiendo el aire de plácemes que destila del sufrimiento inaudible de los sometidos. Otro hombre soñó con tener a alguien que luchara por él y se hizo rico y pagó con creces a los mercenarios que gustosos degollaban a amigos y enemigos para acrecentar la fama y dominio de su contratante. Un tercero ansiaba tener quien le administrara y llevara registro de su vida y pronto le rodearon serviles escribas y consejeros que le diseñaron un complejo sistema de escasez en el que cada cosa tenía un valor supremo. Así, los sueños de los tres hombres encontraron un sitio en la realidad de las cosas, para las cuales no habría objeción dada la intemporalidad de las mismas y el perecedero efecto que ello tendría sobre el destino. El resto de los hombres creyó que esos sueños no eran tales, sino vaticinios y designios altísimos a los que sólo correspondía obedecer, lo cual hicieron hasta que el actuar de unos empezó a cruzarse con el de los otros y pronto había esclavos muertos a puñaladas, sicarios empecinados en extraer alimento de la tierra sin saber cómo y escribas vilipendiando a soldados y siervos, incapaces de una acción fatal. El sueño de los tres hombres comenzó a desmoronarse y tuvieron que hacer lo que tanto habían evitado. El látigo de uno puso a trabajar a los reticentes, la espada del otro acabó de tajo con la alharaca de los revoltosos y la elocuencia del último acabó con el desconcierto y la inconformidad de todo el mundo. La humanidad pareció regresar a su sitio, pero los hombres habían probado que podían hacer otra cosa. Al amanecer del primer año del último ciclo de esos sueños insertos en la realidad, como las cosas habían supuesto, la humanidad hizo que los tres hombres dejaran de serlo y los convirtieron en deidades, adorándolos en todas sus formas, indistintos o convertidos en uno solo, elevados por encima de todos y de todo, sometidos ahora a la voluntad de sus fieles. Lo que hubieran alguna vez soñado no tenía la menor importancia. Ahora sus sueños eran de otros y sus cuerpos desaparecían lentamente, ahogados por la continua letanía que sobre ellos posaron. Ahora los esclavos explicaban su agonía, los mercenarios justificaban su crueldad y los escribas estafaban a unos y otros aludiendo a un divino mandato. Los esqueletos de los tres hombres tienen eras haciéndose polvo. Y no sueñan más.

Ricardo A. Simental

La biblioteca de Dios


El recinto es inmenso, con la inmensidad del término en su cabal significancia. Sin muros, sin estantes, sin letreros de silencio, se perciben sus límites por la sensación de estar dentro, únicamente. Los libros no existen, o al menos no en el sentido en que los conocemos. Existen sus lecturas, y con ellas, las partes que innumerables lectores han dejado tras de sí. Cada libro es el compendio de las ideas, imágenes, sensaciones, sentimientos y reacciones de sus lectores. Las elucubraciones y los razonamientos producto de la escritura se guardan aparte, debido a la peligrosidad infecciosa de muchos de ellos. La función principal de la bibliteca es la de mostrar los efectos de la imaginación febril de ciertas mentes, salidas de los umbrales de lo mortal y cuya contención es vital para lo inmortal, que no vive sin ellas pero no persiste si se les deja invadir los ámbitos de lo ignoto a tontas y a locas, como comunmente hacemos, con esa primicia de la prueba y error y de atreverse a cualquier teoría. La biblioteca tiene todos los siglos de palabras, nociones, abstracciones, pensamientos, regresiones por los que ha pasado la mente colectiva. Ha perdido los nombres, porque todos piensan en primera persona y no hay pensamientos que inicien con un testimonio de Yo, fulano de tal….. por lo que esta interminable (más correcto que infinita) zona de lecturas no tiene referencias individuales ni clasificaciones elaboradas que tan bien les funcionan a las bibliotecas mortales. Este anonimato masivo, como debe sonar el pensamiento humano a los oídos de Dios, sirve para eliminar búsquedas, selecciones o restricciones. Todos pueden acceder a las lecturas que quieran y lo único que no está permitido es dejar ninguna para despúes. La biblioteca es ciertamente interminable, pero el tiempo de las lecturas no lo es. Cuando el tiempo se agote, antes de que vuelva a iniciar, la versión única y final del todo se develará y la verdad será dicha, que no escrita, abatiendo para siempre el libre albedrío. Inevitablemente entonces, la biblioteca se convertirá en un museo y todo lo que está ahí dentro quedará en la imagen de lo que fue. Nadie lo sabrá nunca, pero el bibliotecario, ya para entonces, se habrá desvanecido entre los pliegues de otra realidad.

Ricardo A. Simental

The one God

El avión flotaba entre lineas de aromas definitivos y altisonantes. El hambre apremiaba pero la genialidad del vuelo le tenia cautivado. Corría a la par que agitaba los brazos desnudos sudorosos de sal, hartos de sol. Con el cabello enredado entre el pensamiento del hambre y la sensación del vuelo, sonreía con el alma abierta entre la dentadura, a sus 8 años que no volvería a contar. La acera se extinguió sin ningún sonido, pero el chirriar de las llantas lo ahuyentó todo: los reflejos en las ventanas, los apacibles pasos de un hombre, el suspiro de la mujer que miraba en otro sentido. El avión siguió descendiendo, con su forma de delta acuñada en papel blanco, o rayado, o de cuadrícula. Caía a medio arroyo, rozando el pavimento, sin la violencia del cuerpo. Luego, un remolino pequeño lo levantó a medio aire, haciendo piruetas, cambiando su dirección. Nadie lo vio. A nadie le importaba nada que no fuera el infante deshecho, la huida del motor, el desgarramiento de otro corazón que aullaba lo que parecía un nombre. El avión se bamboleaba en el aire cálido como si entre malezas volara, oscilando un poco hacia la izquierda. Salvó una cerca, a media cuadra de ahi. Un viento de cola le impulsó otro poco, picando la nariz hacia el suelo. La gente gritaba en la plaza, se arremolinaba. Las sirenas corrieron a sonar, como siempre suenan, haciendo alarde de la tragedia. El avión recibió un vientecillo transversal que lo metió entre los barrotes de una ventana y lo estrelló contra el cristal. Poc, fue el ligero sonido. La niña se asomaba al oir el escándalo pero se distrajo al instante tras descubrir la figura triangular en el piso. Lo recogió, admirando su forma. Sonrió al ver el dibujo de las ventanillas con miradas y risas asomandose al cuarto. Lo desdobló al observar las palabras dobladas y leyó Trabajo de Español 3er año B “Lo que quiero ser” me llamo leonardo y tengo ocho años. Mi padre anda en el cielo, manejando esos aviones que pasan volando sobre el pueblo, de los que nunca se ha bajado. Yo no le conozco pero creo que a veces nos mira. Mi madre me quiere mucho, me ayuda con la tarea y me deja jugar lo que quiera. Yo lo que quiero es ser aviador.

Ricardo A. Simental

Alguien que mira desde allá afuera


Hace un gesto hacia el rostro que le mira y este se lo regresa de inmediato. La luz oblicua desprende escamas de sombra desde el espejo, excepto en las esquinas empañadas por el tiempo. La habitación se esconde a medias a su espalda, exhibiendo sin embargo el detrito de los sueños que acaba de serle abandonado por esos sueños y repta ahora sobre sábanas, ropa, muebles, todo. Se frota los ojos con la vaga esperanza de mejorar su visión y se encuentra con la misma imagen de su yo mismo encimándole el día. Pero hay algo distinto. En su reflejo un foco está encendido. De este lado la luz amanecida se escurre entre las cortinas, dejando ciertas partes oscuras a su paso, pero en el otro todo está iluminado con la fosforecencia de la lámpara dizque ahorradora que pende del techo. Se rie, un poco emocionado, deseando que la visión sea cierta pero negándose a creerla. “Esto solo pasa en sueños” piensa, mirandose sonreir pero fijando la vista en el solecito blanco de luz artifical que no niega su existencia. Se voltea hacia el foco real, el apagado, el que tiene encima y detrás de su cabeza. Apagado. Voltea al espejo. Encendido. Voltea al cuarto. Apagado. Vuelve a mirar el espejo y el rostro que se desprende desde esa superficie le hace gritar con un terror desaforado, abismal, estremecido. En el espejo el foco está apagado. En la habitación está encendido. Satisfecho y libre al fin, se yergue medio desnudo y abandona el cuarto con una media sonrisa en el rostro, dispuesto a hacer de todo en este mundo.

Ricardo A. Simental

Apenas ayer

El agua corría con cierta fuerza entre las rocas dinosaurios tendidas como garrobos al sol de la cañada. El cuale serpenteaba, como dicen los escritores, alargándose entre ramas y hojas y la basura de sus orillas, con aparente prisa por irse de todos lados. Él metió la mano para sacar un bote de cloro, con la esperanza de hallar un camarón adentro, donde se quedaban a veces, arrinconados por su propia curiosidad. Lo arrojó  vacío al centro de la corriente, mirándolo flotar por un tramo y hundirse desde otro, para atorarse en cualquier remanso. 
Los pies resbalaban al apoyarse en las piedras, buscando el fondo arenoso. Vio pasar la primera cara rebotando desde un remolino, con el cabello hecho algas agitándose delante de ella, cubriendo un ojo y luego los dos, para descubrirlos justo al pasar junto a su pierna derecha. La mirada era limpia y como no sabiendo donde estaba. Los dientes, asomados entre los labios pequeños, brillaban como las conchas bajo el agua. Estupefacto, quiso echarse atrás, pero otra cara campeaba la corriente a su espalda. Y otra y otra más. Miró en busca de auxilio, no queriendo gritar de pura vergüenza. Nadie había alrededor. Las caras llegaban a montones, todas a media agua, asomando las narices con cada agitarse de las ondas, o al tomar las corrientes entre las piedras. Un perro ladró a la distancia, sabiendo lo que pasaba, pero a la distancia. Él miraba las caras y las miradas, sobre todo estas, hallando en ellas sorpresa, añoranza y a veces enojo, pero más tristeza que otra cosa. Las bocas cerradas o a lo sumo, entreabiertas, no mostraban sonrisas. Estaba atrapado a medio río, con los rostros de otros cayendo desde aguas arriba y el sol yéndose a otra parte, como la corriente, con cierta prisa. Se asustó pensando en su mismo susto cuando miró pasar su propia cara con la boca completamente abierta. Trató de gritar y no pudo. Trató de llamarse pero sus ojos estaban cerrados. A ciegas, tanteó en el agua hasta agarrar uno de esos rostros que pasaban y se lo puso, avanzando luego a trompicones entre las piedras, para salir del cauce y de la orilla y de las cercanías del río. Llegó corriendo a su casa, con las lágrimas rebosando el espanto y se sentó a llorar en la puerta. Alguien abrió y bondadosamente le puso la mano en el hombro, diciendo con voz maternal: 
-no llores, niño, ¿que tienes?, ¿dónde vives?.

Ricardo A. Simental

A las carreras


Corrían alrededor de la madre, una y otra vez, riendo y agitando los brazos. Corrían persiguiéndose uno a la otra sin razón ni sentido, sin saber quien perseguía a quien. La madre platicaba animosamente con la vecina, de todo, de nada importante, de lo único importante. Pasaban los autos y las horas sin contarlas. Eso era entonces. Eres feliz, mami? preguntaba, mirando las manos guardando sartenes y utensilios, deteniéndose un momento para tomarle la cara y decirle...
Corrían a la escuela, persiguiendo minutos preciados para llegar antes que cerraran la puerta. No importa quien llegue primero, sino guardar el lugar y no tener falta. La falta que hizo el padre cuando la madre enfermó y su hermano se salió un día de clases, con ella corriendo atrás, para no regresar nunca al estudio. Corría después ella de la mano de ese otro hombre joven, el del aire distinto y los besos ardientes. Corrían para esconderse de todos y tocarse por todas partes, con la urgencia de lo prohibido, descubriendo con eso que nada estaba prohibido. 
Corrió el otro después, solo y sin su compañía, quedándose ella esperando su adiós y a un hijo que no le dejó creer en la vida. Corrió otra vez con los años para decirle a su madre quien era el que estaba en el nosocomio con una etiqueta de NN y dos agujeros en la cabeza. Y en el funeral de esa madre pensaron que estaba loca cuando corrió varias veces alrededor del cadáver, hasta que alguien la derribó de un abrazo y le inyectaron algo que la durmió por horas. 
Y desde entonces se detuvo. Y cuando miró jugar a su único hijo le soltó un bofetón y sacudiéndole le dijo: no corras, ¿me oyes? nunca corras.

Ricardo A. Simental

Dic 2010

Para siempre


Me di cuenta de que éramos un par de extraños. Ella tocaba mi mano con un movimiento nervioso de paloma de plaza entre mis nudillos, apretando los dedos como señalando un punto, una postura, una indiscutible falsedad. Yo le miraba hacer, sintiendo un cierto enojo bullir desde muy adentro, después de la respiración y la sensación de hormigueo del deseo frustrado por la conversación insulsa. El pelo se le agitaba envolviéndole el rostro con gestos de viento o de agitada confirmación. Le miré los ojos, de pronto esquivos, de pronto más negros que de costumbre. Me dio vértigo.
- Creo saber lo que te pasa- le dije, en el tono más mesurado que tengo.
-Ah, si? – me retó, como siempre – a ver, dimelo tú, entonces
- Que ya no me quieres -
La risa se le interrumpió cuando se percató del tono de la frase. No había reproche alguno. Lo sé porque yo la dije y la dije así como si dijera que las mujeres tienen una parte de luna y dos más de sol por cada parte. Lo dije como si supiera que no había dicho nada más cierto en mucho tiempo. Vi alejarse la frase en su expresión, pero antes de procesarla se le desvió hacia el corazón, ese corazón que las mujeres tienen en el bajo vientre, lejos del sexo y cerca del alma y el ego. Por supuesto que no le gustó. No le gustó nada.
- No empieces – respondió, sin el brillo irascible que le antecede la impaciencia.- No es eso lo que tengo -
Pero lo decía bajito, como convenciéndose antes de decirlo, como repasando el lomo de cada palabra antes de dejarla ir hacia mí pero no conmigo. No se me acercaba ni para mentirse o mentirme.
- He pensado mucho…….y si, aunque lo dudes – Ya estaba otra vez ella contrincante y yo, medio cansado, mejor no dije nada- He pensado que ..bueno…hay algo que no nos deja estar. Como si tú no estuvieras nunca a gusto. Y también sé que te aburro, porque me oyes hablar pero no me escuchas-
Ahí menos dije nada. La seguí mirando, sabiendo que la incomodaría,  y haría su mohín de niña viciada o mimada o dejada. Le quise encontrar el encanto y este se me perdió entre el laberinto de recuerdos que se ajustaban bien al momento. Las conversaciones alrededor, los letreros de lo fantástico “sanitarios, ellos, ellas, bienvenido” ,  las horas que se guardaban entre los pleigues de las cortinas inútiles con tanta inmensidad de luz. Ella volvió al intento de sonreír, asintiendo ante la certeza de que nunca la escuchaba.
- Ya ves?, estás ido – Sorbió algo del refresco, o del café, (ni sé lo que había pedido) y echó un poco los hombros hacia atrás, despejando el espacio para los senos y los sentidos todos que siempre me ha despertado. Quise darle un abrazo, y ese querer se me notó, porque volvió a la trinchera de la mano, mi mano, la que a veces no reconozco. Se sintió otra vez en casa; deseada; reconocida -Claro que te quiero, aunque seas un tonto y no me prestes atención-
Ahí supe que la había leído. Una y otra vez había leído esa novela de lugares comunes, efluvios ciegos, drama, risa, hastío y escarnio. Supe que me llevaría a la siguiente estación o capítulo o punto y coma y adelante con la trama. Supe hasta lo que me diría después. Me ví desde afuera, como un bobo espectador que literalmente deja la boca abierta, en plena desconexión del cerebro, del abandono de clases. Hice la cuenta. Ella no tendría que pagar mucho por un par de bebidas. En un salto, la calle estaría cercana, al alcance de los ojos, las piernas, la desfachatez del que abandona. La vida se me vendría encima girando sobre avenidas, trabajo, oficinas, aviones, cabrones, bancos, impuestos, tragos y mujeres chachachá. Vi la libertad ignota. Casi sentí la fé. Pero entonces vi mi reflejo en una de las ventanas: una silueta doblada hacia ella, disimulando el miedo a la soledad que me azota desde siempre montado en cuclillas sobre mi espalda. Supe que éramos extraños y en eso sí muy parejos. Y sin embargo, me sorprendió su intensa desilusión, su casi palpable desesperanza mientras abandonaba mi mano y yo me acercaba musitando, con un tono medido, sin que sonara muy bajito:
- Yo también te quiero -


R.A. Simental
Nov 2011

Con cierta pena


El agua rebosa desde el vaso apoyado contra el grifo. Se derrama sobre cristal, falanges, uñas, palma rosada elevada sobre las sobras. Corre por el brazo, siguiendo la línea de la parte inferior, un tanto flácida. Gotea desde el codo, con gotas aceleradas que pronto se convierten en un pequeño chorro. El espejo de media cerámica del piso cambia su tono a medida que se extiende la pequeña inundación, rodeando los pies desnudos, donde se repiten los dedos, las uñas y las plantas menos rosadas, las venas de la piel que corren hacia arriba, hacia las piernas separadas, que dejan inerme al aire y a las tentaciones el nido de sueños que desde entonces se encuentra vacío.  
Un camión de servicio grita usando chofer y garrotero mientras las sirenas suenan a todo volumen, y sus oídos se cierran a todo menos al silbido de alguien que camina fuera de horas de escuela y trabajo pero llenas de ocio. Arriba, en la habitación incompartida, se revuelven los fantasmas de un sueño que debió tener otro final, forzándose a partir después de una noche de insomnio. 
Las sábanas han sido apartadas con fuerza, despeñándose sobre las baldosas blancas o casi, formando una caída de tela como espuma, ocultando las ropas abandonadas sin cuidado por la premura del deseo y la ebullición de la sangre. El calzado ha llegado hasta ahí dejando su rastro por estancia y corredores, escaleras y habitación. Totalmente olvidado, se queda dentro de su postura grotesca, para siempre separado de sus pares. 
Suena el reloj con una aguja enorme moviéndose indiferente al tiempo, obedeciendo a un engrane que es el último de una serie de engranes y le tiene atrapada señalando espacios disparejos. Abajo, el grifo se ha cerrado, finalmente, pero el agua sigue corriendo por efecto de un ligero declive que ahora le sirve a la cocina, al lugar donde ella se ha quedado sin mirar pero viendo la vida de allá afuera, pensando que en ese momento él debería estar en la oficina, en mangas de camisa, dando instrucciones o hablando por teléfono o enviando mails o mirando a la secretaria o las esposas de los clientes o las aspirantes que siempre le rondan, pero quizá le estaría hablando a ella, eligiendo el sitio y la hora. Se imagina lo que él imaginaba anticipando su placer, que es lo único que le importaba y mira en el recuerdo de anoche esa frente que se le perlaba de sudor en la agitación del amor pero sin dejar de estar llena, ella lo sabe bien, de las imágenes de la otra y la otra y la otra, y entre ellas ella, un tanto a fuerzas, un tanto a costumbre, un tanto a conveniencia. 
El agua ha llegado a la puerta y se desliza hacia el pasillo que se dirige a la entrada, donde hay unas cajas que le servirán para limpiar todo, pero que podrían desfondarse si se mojan pero a ella ni se le ocurre, viendo como él se despediría de todos y se lanzaría, saco en mano, al estacionamiento para buscarla a ella, a la otra ella, mientras ella aquí se desentiende de todo, mientras ella aquí se olvida que el baño quedó hecho un desastre y que deberá limpiarlo si no quiere que la descubran. 
Pero sus pies se quedan ahí, varados en plena resaca seca, en plena inocencia de la culpa, de lo terminal. Recuerda el teléfono descolgado, preguntándose si eso tendrá alguna tarifa. El auto de él refleja un sol chiquito que viaja desde la acera contraria, donde siempre lo deja, esperando como montura mansa y resignada a que alguien le encienda. Los músculos le duelen, casi tanto como el cuerpo del interior, el que ella se empeñaba en mostrarle y él nunca quiso ver. De pronto se siente extremadamente cansada, pero sin las nauseas, sin la histeria, sin la desesperación que se le había hecho costumbre. Mira indiferente el piso mojado, ya secándose en partes, y se vuelve hacia el umbral que separa el área del comedor, hacia donde camina, ligera para su sorpresa, y con algo de torpeza aparta las sillas y se tiende sobre la mesa, cabalmente desnuda, mirando el techo desconocido de su propia casa. Y ahí, finalmente, se duerme.

Ricardo A. Simental
Puerto Vallarta, Mexico
Nov 2011