De “El zagal y las ovejas”. Félix Maria de Samaniego
El lobo le miraba subir, como tantas otras veces, siguiendo la vereda que reptaba esquivando peñas hasta encontrarse con un par de pasos entre las faldas de la montaña. Abajo, hacia el valle, se distinguían con claridad las figuras que se afanaban trabajando la tierra, entre surcos y norias y paliacates amarrados al cuello. Los sombreros se inclinaban creando una escasa sombra sobre los semblantes, manchas diluidas a esa distancia, y las espaldas se doblaban, se doblaban cada vez más. El lobo bostezó como si aullara en silencio, y desperezándose, se estiró cuanto pudo, echando luego a andar, con un bamboleo de cola, hacia el peñasco que le servía de parapeto y de atalaya. Así se había librado de más de un cazador y había eludido las batidas que de cuando en cuando organizaban los villanos, para librarse de alimañas y depredadores. Una vez ahí, se tumbó sobre el vientre y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, cruzadas al modo de la realeza. Su apetito satisfecho y la modorra que le apremiaba después de cada festín le daban pocos ánimos para buscar presa, y era más por curiosidad que se aprestaba a contemplar al zagal que arriaba las ovejas, visitante asiduo, con sus calzones cortos extrañamente blancos, su sombrero de paja, ancho y ajado, y sus manos y piernas morenas que gesticulaban en dirección del rebaño, mientras alentaba con gritos el paso menudo del rebaño. Pronto el viento le llevó el grato olor de la carne ovejuna, pero a pesar de ello el lobo continuó inmóvil, echado contra la roca, casi invisible para el muchacho que marchaba ya fatigado, tratando de encontrar un claro en los riscos que estuviese pleno de hierba, para sentarse en una saliente, como hacía siempre, tocando suavemente una flauta de carrizo con la que emitía una y otra vez las mismas notas, en un sonsonete soporífero y efectivo, logrando que las ovejas se dispersaran por el claro, comiendo la hierba y balando sin oídos a ninguna otra cosa. El lobo contemplaba la línea del horizonte, desde su perspectiva acechante, que se separaba apenas de la copa de los árboles y le deslizaba hacia las ansias de largarse de ahí, corriendo para hallarse quizá otro como él. Somnoliento, el lobo se dejó caer en un cierto sopor acezante, y como entre sueños oyó el balar de las ovejas, la flauta callada, y al viento cambiando de sitio. Cerró los ojos y soñó un poco.
Un par de horas más tarde, el zagal se puso de pie, aburrido mortalmente. Se había cansado de lanzar piedras hacia los árboles, con su más reciente honda, la cual todavía no dominaba cabalmente, como lo probaban sus tiros. La flauta le dejaba inquieto, imposibilitado para producir nada que no fuese el mismo sonsonete. Probó a cantar, casi cualquier cosa, para no sentir el silencio de voces que se impone en el cerro, y se dedicó a ello por varios minutos, hasta que se le acabaron las canciones, o la letra de las canciones, y entonces se dedicó a gritar, escuchando su propia voz en diferentes escalas, subiendo y bajando el tono, hasta dejar salir puros gritos, con toda la potencia de sus pulmones. Abajo, en el valle, los labradores levantaron la cabeza, alarmados ante la nota de agitación que rebelaban los alaridos, y sabiendo que el pastor se hallaba solo en esas alturas, cogieron lo que pudieron, azadones, hachas, machetes, y emprendieron la subida con carreras intermitentes, ya que ninguno habría podido soportar un ascenso corriendo sin tregua, pensando que encontrarían al zagal despedazado por alguna bestia o demonio, o debatiéndose en agonía de enfermedad o locura. Cuando llegaron al claro donde las ovejas continuaban impasibles su degustación de hierba, preguntaron ansiosos cual era la tragedia o suceso, y el pastor, sorprendido en plena euforia, se asustó tanto que solo atinó a señalar hacia el peñasco de arriba, y pensando en alguna excusa, temeroso de la vergüenza y la mofa que se le vendría, culpó a la vista de un morro de lobo su explosión de locura. Los labradores, creyendo fervientemente que los lobos han sido siempre sus enemigos, afirmaron con la cabeza ante la explicación y procedieron a escudriñar en parejas los alrededores, sin encontrar señal de la fiera. Sugiriendo entonces que reuniese su rebaño y bajase con ellos a la seguridad del poblado, rodearon al pastor y sus ovejas y descendieron profiriendo amenazas y echando mal de ojo hacia las alturas, donde el lobo, despierto del todo, les observaba sin descubrirse, algo asombrado del alboroto, aunque reconociendo que los hombres, desde que los había visto, le habían parecido siempre un tanto exagerados.
Dos días después miró subir de nuevo al rebaño. La noche anterior se había paseado cerca del pueblo, solo para tentar al destino, y encontró un par de gallinas que devoró casi sin darse cuenta. Sabía que culparían a la zorra, al coyote o al tlacuache, ya que esos se la pasaban correteando pollos por los corrales, como había visto hacer a los hombres con sus mujeres, y además, su fama les convertía de inmediato en culpables, como pasa siempre. Para un bocado, no estaba mal, aunque su tamaño le pedía mucho más. Había tenido que apresurar su regreso a la montaña por los ladridos de los perros que lo ventearon, y aunque los más cercanos se habían escondido en las casas de sus amos, gimoteando, varios hombres habían salido amenazando la noche con escopetas y pistolas, herramientas a las que el lobo había aprendido a temer, por su mortífera eficacia, aunque no más que a los portadores, por su alma despiadada. Ahora pensaba en sus posibilidades de llevarse una de esas ovejas pequeñas, que se retrasaban o se alejaban del rebaño, con sus balidos de cabra indefensa y prescindible. El zagal subía con ellas, distraído como siempre, renegando de esa vida que lo mantenía atado a esos animales que nunca serían suyos, y que incidentalmente dependían de él y de lo que él hiciera, como si de verdad le importase lo que con propiedad ajena sucediera. Se detuvo para beber del bule y comer por anticipado parte del frugal almuerzo con que se le premiaba. Siendo este apenas suficiente para sobrevivir, obligaba al zagal a husmear por aquí y por allá, buscando cualquier cosa que completase su dieta. Fue así como descubrió el pelaje gris negro rojizo del lobo, que se había movido en dirección contraria, rodeando al rebaño, para alcanzarles por detrás y atrapar su presa. El lobo, al intuirse descubierto, emitió un salvaje gruñido, que hizo al zagal desgañitarse con una serie de gritos, que por ser esta vez articulados, no llevaban para los labradores el mismo mensaje urgente que la vez anterior. Sin embargo, al escuchar esa voz que se repetía llamando a algo o a alguien, algunos labradores reaccionaron y corrieron de nuevo hacia la zona de pastoreo, rumiando soeces ante la imprudencia del chaval de regresar el rebaño al mismo lugar. Cuando llegaron, no encontraron rastro de lobo alguno, pero si a un aterrorizado pastor que hablaba de un monstruo de tres metros de cola enorme y ojos como brasas. Algunos labradores rieron ante la clara exageración, pero otros tomaron por chanza la alarma del pastor y amenazándole con propiciarle una tunda, le dejaron ahí, atolondrado, mientras se llevaban a sus ovejas, por las que habían reaccionado y enfrentado el supuesto peligro. El pastor, sabiendo que su vida valía un cacahuate para los aldeanos, y especialmente para los dueños de las ovejas, bajó en silencio detrás de ellos, mirando furtivamente hacía atrás, temiendo que la bestia les alcanzase en cualquier momento. Los labradores que no tenían propiedad en el rebaño, bromeaban con su cobardía, y con el miedo que le hizo tomar por lobo a algún escuálido coyote, ¡o una ardilla! gritó por ahí otro, redoblando las risas. El lobo, dándose cuenta, desde montaña arriba soltó un aullido que se despeñó con un tono grave y escaló hasta un largo agudo que erizó los cabellos de la aldeanada. Los hombres apresuraron el paso, bromas calladas, hasta llegar a sus calles y sus corrales, cerrando sus casas y colgando ajos y crucifijos en las puertas, prohibiendo a sus mujeres e hijos salir sin compañía de la aldea. El pastor, libre ya de la burla, sintió algo más que miedo. Sintió gratitud.
Le obligaron a llevar al rebaño a otra parte de la montaña. Tenía que vadear dos veces el mismo arroyo y atravesar un campo de cultivo donde era casi imposible controlar a las ovejas. Pero el recuerdo de aquel aullido acallaba todas sus protestas. Los aldeanos asignaron a un par de vigilantes armados que le visitarían un par de veces al día y se mantendrían al alcance de sus oídos, por si acaso. Nadie había visto un lobo en años y la manifestación de su presencia les había amedrentado más que la milicia que periódicamente subía a joderles la vida. Así que no repararon en esfuerzos para protegerse de la fiera. Los viejos revivieron las viejas historias de hombres comidos vivos y niños arrancados de las canastas de yute donde las madres les llevaban a los cultivos. Fue fácil transcurrir hacía las narraciones de nahuales y hombres lobo. En esa atmósfera, dos compadres fueron baleados por los susodichos vigilantes mientras visitaban a sus respectivas comadres a hurtadillas y al amparo de la noche. El cura del pueblo intentó tranquilizar los ánimos reviviendo a Rubén Darío con la repetida lectura de los motivos del lobo y la hermandad lobuna con San Francisco de Asis, pero aunque las mujeres lloraban pidiendo perdón por haber sido tan malas, los hombres musitaban improperios, diciendo en voz alta y en plena iglesia que ¡que hermano lobo ni que un carajo!, que al padrecito le podían caer bien los animales, pero en la mesa, ya que no perdonaba su ración semanal de chuletas de cordero. Cordero de Dios, si chucho, cordero de todos nosotros, que.
Al lobo no le costó trabajo moverse hacia el otro lado de la montaña. Podían haberse ido incluso a dos montañas de distancia e igual les hubiera seguido. Tampoco le costó mucho descifrar a los vigilantes. Los hombres son predecibles, pero no lo creen así. Eso les hace, además, presa fácil, pero de ellos mismos. El lobo no estaba interesado en comer carne humana. Les tenía demasiado recelo para ello. Las ovejas serían suficientes. Las había dejado en paz hasta entonces, pero ahora un hambre atroz le atosigaba, aun cuando hubiera ocasiones en que cazaba lo suficiente. Encontró refugio entre rocas y árboles en un sitio casi inaccesible. Se preparó para una caza que no había disfrutado hasta entonces. Se imaginó mordiendo una pieza inocente, perdiendo así, imaginando, la propia inocencia. Y creyó que estaba listo para probarles a los hombres que los de su estirpe no dejarán de existir nunca, aun cuando sea en la parte más distante y oscura de la triste naturaleza humana.
La primera vez casi le atrapan. El pastor abonaba la tierra cuando el lobo saltó sobre una cría que se había acercado a la orilla del barranco que descendía hacía el arroyo. La madre había enfrentado a la fiera, que tuvo que soltar a la cría y abrir de una dentellada la garganta de la salvadora, arrastrándola luego hacia arriba, mientras el pastor se subía los calzones y corría hacia donde balaba desesperada la cría. Llegando al sitio, siguió el rastro de sangre hasta la espesura donde esperaba agazapado el lobo. El zagal quiso acercarse pero se detuvo al escuchar un gruñido, profundo y amenazador, y regresó con la cría en brazos, sin correr, para dar aviso a los vigilantes. Para cuando estos llegaron el lobo había dejado a su víctima en uno de sus escondrijos y se hallaba seguro contemplándoles desde la altura.
La segunda vez fue más fácil, aunque las dos subsiguientes tuvo que excederse en astucia, fuerza y rapidez. Con su quinta presa, los aldeanos organizaron varias batidas y trajeron de dos pueblos lejanos un par de cazadores de fama para dar muerte al lobo desastroso. El lobo regresó a la parte más alta de la montaña, manteniéndose de ratas de campo y de conejos hasta que pasó la emergencia. Después, regresó. Los hombres entonces sintieron verdadero espanto. El lobo no solo era feroz: era astuto. El hecho de que la enfermedad, la sequía, el abigeato, les mermaran más el rebaño que el mismo lobo, no disminuyó la leyenda que a su alrededor se tejía. Fue quizá gracias al mito, o a su natural inclinación a ser diferente, pero ya para entonces el pastor estaba de parte del animal. Después de cada incursión de caza, el lobo regresaba a su punto de vigilancia, lejos en la montaña, donde un día le había descubierto el pastor, buscándole por su cuenta. El joven admiraba el poderío de su cuerpo, lo abundante de su pelaje y el perfil que recortaba contra el cielo, especialmente ya oscureciendo. El lobo le oteó, eventualmente, y dejó que cada uno guardara su propio lugar, a la distancia, en el que ambos estaban seguros.
Los aldeanos sospechaban de la eficiencia y fidelidad del pastor de sus rebaños. Maldecían al lobo y amenazaban a cualquiera que le mostrase simpatía. No había noción de hábitat o naturaleza que respetaran o que de algo valiera, así que se deshicieron del pastor y nombraron a otros entre ellos, labradores, para realizar sus funciones, pero al poco tiempo, al perder varias ovejas despeñadas, ahogadas o extraviadas, no por intervención del lobo cazador, sino por la ineptitud de los improvisados pastores, regresaron al pastor, no por su gusto, a cuidar el rebaño.
El lobo le reconoció no bien atisbarlo. Ese día decidió que no habría cacería. De alguna manera había desaparecido su intensa soledad. De algún modo, había saciado su hambre.
Ricardo A. Simental
Julio 2012