Andrés Xocoyotzin miró
desaparecer al ave entre las garras de la aguililla. La había distraído el
sonido de ese silbido que el niño lanzaba con asombrosa gracia al mirar comer a
gorrioncillos y calandrias entre las ramas del huamúchil que se anclaba detrás
del pozo. Quedó horrorizado de lo que
había hecho. Las demás aves huyeron raudas, desgranándose a borbotones entre el
arbolado. Andrés no había querido hacer daño, pero la imagen de ese rapto le
dejaba un frio de muerte atorado en algún lugar que dolía, punzante, con cada
respiración. Según el Tata Domingo, el gorrión era su tona, su guardián y su
complemento. El primer animal que anunció su huella el día de su nacimiento. El
saberlo le había hecho feliz. Él no hubiera querido otra cosa, como los que
decían ser tigrillos, jaguares, lobos, coyotes. Él era feliz con su tona y
ahora la había matado. ¿Cuánto más duraría él mismo? Sollozando, emprendió
cauteloso el camino hacia la choza de su Tata Domingo. Si no podía silbar más,
si no habría de poder crecer y saber sus propios secretos, tener su propia
casa, su propio alimento, quería pasarse las últimas horas cerca de aquel que más
le había enseñado. A sus nueve años, de carácter
dulce y sosegado, había lidiado con quienes se mofaban de su condición frágil,
de su actitud contemplativa, de su afición por leer lo poco que había y era el abuelo
el que le había mantenido a salvo, con sus consejos. Creía en las historias del abuelo porque eran
mejores que los anuncios de cerveza, de cigarros, de mutilaciones y asesinatos
en los escasos periódicos traídos por
alguien, viejos y amarillentos, que se deshojaban en el baño de la escuela, o
la cantina. Sin aliento, arando la
vereda con la tristeza, se acercó poco a poco al rancho pobrísimo acurrucado en
una hondonada del camino. Miró salir y entrar a la gente, cosa extraordinaria,
y corrió para enterarse de lo que entonces presentía: el abuelo, el tataíto Domingo,
el que había estado con él desde el primer día de su nacimiento, sintiéndose mal, se había recostado un rato, alegando
un repentino cansancio y había muerto mientras dormía.
Si hubiera habido aunque sea una sola vez que se era, el mundo rodaría hacia otra parte.
lunes, 10 de marzo de 2014
jueves, 20 de febrero de 2014
Cachivaches
“Pobrecita huerfanita, sin su padre ni su madre,
la echaremos a la calle, a llorar su desventura…”
Ronda infantil
Sabía que el hombre de la carreta pasaría negando con la cabeza lejanas batallas perdidas, seguido de sus perros, asombrosamente feos, pero resistentes como la fiebre, agitando abiertamente la cola y gruñendo a la par ante los falsos ladridos de los dogos de casa. El burdégano, de blanco sucio, ignoraría todo ello, mirando al frente y hacia abajo, tirando con pausas acomodadas al paso del viejo, las inclinaciones de cabeza con que arrastraba la renuente catanga. Metido en esta, entre un olor nauseabundo y un aura indescriptible, asomaría los ojos el pequeñuelo descubierto apenas antier, con el pelo erizado y la mugre pinta como semblante. Cuando escuchó el cascar de las ruedas, asomó al patio primero, luego al cancel, y con un último tirón, se arrojó a la calle, parando en seco la mirada del viejo, y un momento después, su andar cansino.
- ¿Qué se le ofrece al niño?- Le oyó decir, sin mover apenas los labios, con una voz de aguardiente y un ademán de total lucidez.
- ¿Que se le ofrece?- Volvió a escuchar, encima de su silencio, sin que con ello se pudiese librar de un temblorcillo extendido arándole la mitad de la espalda.
- ¿Es su hijo?- preguntó, con voz demasiado fuerte.
El viejo miró hacia la casa, donde se asomaba, tras la cortina, el bondadoso rostro de la madre. Hizo el gesto de sonreír y tocó con las puntas de las uñas, el raído sombrero. Luego le miró a él, ganando para siempre en tamaño y en eterna presencia.
- Ese niño lo he robado- La voz agria desdecía la abierta sonrisa, con dientes tintos de tabaco y escasa ocurrencia. Él tragó saliva. – Eso, y otras cosas, le pasa a los preguntones-
Su alma se puso a llorar. Sin lágrimas, sin aspavientos, con la garganta cerrada, con el corazón desaparecido. Su cuerpo quedó quieto, sin parpadear. La madre salió de prisa, olvidando casi el metal y el vidrio que había acumulado en semanas. Pasó a su lado, sin verle, negoció con el viejo, y ambos fueron por el material. Él se fue moviendo de espaldas hasta ocultarse, mientras el chamarilero echaba los sacos a su lado y por encima. Y desde ahí, no olvidó nunca los ojos que le miraban, asomando apenas detrás del único árbol de ese jardín, de espaldas a la madre y a la casa, grande y bonita, que divisaba plena, parapetado en ese carromato que se movía.
sábado, 15 de febrero de 2014
Un día después del día del amor
Era
el caso de dos ondas sinusoidales, provenientes del mismo barrio. Sergio
llamado él, 24 años, seguidor del Guadalajara y jugador de ajedrez;
Sofía, llamada ella, cinéfila y lectora, de 25 años once meses. Ambos,
por azar o mandato, en cuanto al corazón se trataba, eran de igual
pulsación ω. Al percatarse de ello, la vida les representaría como
y1=A1cos(wt-kx1+1) respecto de ella, y y2=A2cos(wt-kx2+2)
en lo que se refería a él. Por razones que sólo la vida sabe,
experimental a más no poder, intentando probar que el destino puede ser
manipulado, calculó que las diferencias entrambos, (ella preciosa, de
cuerpo deseable; él apenas promedio) indicaban que el desfase ∆φ en el
instante t era: ∆φ=(wt-kx2+φ2 ) comprobando que si las dos ondas tienen
la misma frecuencia y si las posiciones no cambian, el desfase queda
constante y por lo tanto, jamás ocurriría nada entre ellos. En cambio,
si las frecuencias no eran iguales, el desfase cambiaría con el tiempo,
abriendo una oportunidad en el universo. Ello afirmaba que si ∆φ es
positivo, la onda 2 (Sergio) estaría en avance con respecto a la onda 1
(Sofía); y si ∆φ es negativo, la onda 2 (Sergio otra vez) se quedaría
atrás con respecto a la onda 1 (Sofía inalcanzable). La vida entonces se
propuso hacer algo al respecto; pero a pesar de su entusiasmo, dada su
proverbial torpeza, equivocó los factores y el resultado fue un rotundo
∆φ negativo. Sergio y Sofía se encontraron pero nunca fueron nada. La
vida, aferrada a aprobar la asignatura, sigue intentando obtener, con
otros y otras, aunque sea una sola vez, un resultado positivo. Y
entonces, ¿habrá sido alguna vez alguien, verdaderamente, un resultado
afortunado?. Quien lo sea, o para el caso, lo haya sido, que lo diga.
viernes, 14 de febrero de 2014
Para todos
Hoy desearás lo mejor para aquellos bien amados, para los tuyos cercanos, para los amigos. Quizá enviarás un mensaje, una tarjeta, un saludo afectuoso. Llevarás el corazón presto para el amor, para la amistad, aún entre extraños. Celebrarás que estás vivo, con aquellos que entre los demás, te importan. Desearás firmemente que la felicidad sea para todos, se expanda y llegue hasta el confín del mundo, o al menos, de tu ciudad. No deberás ser parco con las palabras, y menos con los abrazos, para demostrar que les quieres, porque el entusiasmo en repartir afecto no estará nunca de más en la vida. No escucharás nada en tu contra, aun si lo dicen. No darás importancia al comercio, sino a la generosidad. No olvidarás que estás aqui gracias a otros, y a esos otros recordarás con cariño, reflejando en quienes aún están aqui, lo profundo que puede llegar a ser un sentimiento, y lo perdurable de los recuerdos. En fin, servirás de pregón para que todos sepan que el amor, en cualquiera de sus formas, se impondrá siempre al temor, a la codicia, a la crueldad y al egoísmo. Y con un poco de suerte, y un mucho de corazón, lo mantendrás así todos los días, hasta siempre, por encima de todo.
miércoles, 12 de febrero de 2014
La Ballena
"De tantos hombres que soy, que somos,
no puedo encontrar a ninguno.."
no puedo encontrar a ninguno.."
Pablo Neruda. "Muchos somos"
La ballena emergió como de costumbre, levantando sobre su lomo la caricia última de una mar silente. Remojó la brisa cargada de estrellas con el efluvio ciego de su respiración. Solo un rumor sordo le delataba su propia presencia: su corazón. Separada del grupo, sin región fija de residencia, había regresado una y otra vez a ese páramo de bancos de arena suave que se acumulan a escasa distancia de la orilla. Miró las luces repartidas sobre el costillar de la bahía y respiró de nuevo, despacio, sin asomo de emoción. Después, se quedó dormida.
La ballena soñó que era un hombre y paseó por las orillas y las calles del puerto. Soñó que tenía un nombre de hombre y unas piernas y unas manos de hombre, y era conocido por casi todos. Soñó que tenía una casa que cuidar y en ella habitaban una mujer cálida que le abrazaba de veras y unos hijos que le tendían los brazos y se dejaban acariciar. Que tenía un trabajo que cumplir y lo hacía muy bien. Soñó que era amigo de todos, con esa amistad que sólo existe en la buena intención. Luego, se despertó.
En las noches siguientes, cada vez que regresaba a contemplar este puerto que nunca duerme, se le repetía el sueño. Llegó a conocer tan bien el mundo de los hombres, que tuvo que contárselo a los demás en ese mundo marino. Los viejos cachalotes le creyeron sin cuestionarle, acostumbrados desde la antigüedad a ese influjo maligno. Las ballenas azules, casi extintas, se alejaron de ella con espanto, al escucharle mencionar al hombre. Pero muchas otras se dejaron llevar por lo atractivo del cuento, o del sueño, lo que fuera. Les encantaba escuchar acerca de la sensación de trasladarse sobre dos pies, en tierra firme, y de correr en contra del viento. Les fascinaba el relato de las extrañas costumbres que los hombres practican para poder creer lo que ven, para tocarse sin sentirse, para reproducirse nomás porque sí. Se reían ante la necesidad de los hombres de limpiarse el cuerpo con agua casi todos los días. Pero también se incomodaban ante las sombras oscuras que anidan en ese corazón tan pequeño y que pronto resaltaban en el relato. La ballena, sin saber por qué, intentaba cambiar esas partes de la historia. Pero la imposibilidad de mentir le ponía cada vez más triste.
Un día la ballena soñó que era un hombre que soñaba ser una ballena. Y se vio a sí misma irrumpir entre las ballenas sin consideración ni respeto. Se solazó atemorizando a los pacíficos y sojuzgando a los débiles. Atacaba los cardúmenes por el puro placer de ahuyentarlos. Se descubrió una furia homicida en los ojos y una sed de poder incontenible. Y cuando se creyó mejor que todas y despreció a las ballenas azules, a las negras, a las moteadas, sólo por ser diferentes, se le congeló el corazón, envenenado por la sierpe del egoísmo.
Entonces se despertó el hombre que era soñado por la ballena; y respiró aliviado al descubrirse tendido sobre su cama, en tierra firme. Entonces despertó la ballena que soñaba ser ese hombre, y contenta de ser ella misma, dio media vuelta, alegre al sentir la caricia de esa mar tranquila, silente. Miró por última vez las luces lejanas y se sumergió, ya a salvo, lentamente.
jueves, 6 de febrero de 2014
Navidad
Miró las estrellas, embelesada por la notoria
brillantez de una de ellas. Orión se inclinaba a su siniestra, quizá para
mejorar la distorsión hacia Géminis. A ella poco importaban los nombres,
sabiendo que quien no llama nada, nada a su vez le llama. Murmuraba bajito el
único nombre que importaba: Ezael, Ezael. Cantaba cierta letanía agorera de la
buena suerte, mientras esperaba a su esposo que regresaría quizá ese otro día
del censo de Augusto. Quizá nunca. ¿Qué harías sin padre, Ezael, si distinto
hubiera sido tu destino?. El ecumenismo romano se despedazaba a la puerta de
esa vivienda en Belén, hasta donde habían llegado las huestes de Herodes, el
sátrapa, para acabar con todo primogénito. Tomó la punta de su manto para
borrar una sombra que escurría desde el alfeizar de la ventana. El manto se
tornó en esa sombra. ¿Qué serías cuando crezcas, Ezael, si te hubieran dejado?.
Los perros ladraban furiosamente, al paso seguro de un guardia del Imperio,
cumplida ya su misión. Ella se acercó a la cuna y tomó el envoltorio que se
antojaba ligero, cantando suave su nombre y una elegía a los ángeles en el
cielo. Pero no nombró a Dios, como al paso. Se sentó en el umbral de la puerta,
mirando el lejano resplandor de las fogatas en el pueblo. El envoltorio se le
deshizo en el regazo, vacío. Ella cantaba una dulce canción de cuna, con voz
agotada, sedienta, armada de una pena entera, sin nadie en los brazos. No sabía
quién nacía a esa hora del mundo.
Miró las estrellas, extrañada de la brillantez de
una de ellas. Las luces artificiales se habían apagado hacía horas. Esperaba a
su esposo, que no habría logrado pasar a tiempo los retenes e ignominias que
ahogan a Belén. La única habitación de la casa todavía en pie, olía a
encierro, o a entierro. Oyó ladrar a los perros, al paso del convoy de los
paleros del imperio. La hipocresía humana se regocijaba fuera de esa vivienda,
hasta donde habían llegado las huestes de Netanyahu, el cerdo. Tomó la punta de
su manto para limpiar una mancha que se escurría de esa frente destruida que
protegía con su mano. El manto se convirtió en esa herida. ¿Qué serías cuando
crezcas, Azhar, si te hubieran dejado?. ¿Qué seré yo, desde ahora?. Cantó
suavemente el nombre del muerto. No sabía qué o quién renacería a esa hora en
el mundo.
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