Andrés Xocoyotzin miró
desaparecer al ave entre las garras de la aguililla. La había distraído el
sonido de ese silbido que el niño lanzaba con asombrosa gracia al mirar comer a
gorrioncillos y calandrias entre las ramas del huamúchil que se anclaba detrás
del pozo. Quedó horrorizado de lo que
había hecho. Las demás aves huyeron raudas, desgranándose a borbotones entre el
arbolado. Andrés no había querido hacer daño, pero la imagen de ese rapto le
dejaba un frio de muerte atorado en algún lugar que dolía, punzante, con cada
respiración. Según el Tata Domingo, el gorrión era su tona, su guardián y su
complemento. El primer animal que anunció su huella el día de su nacimiento. El
saberlo le había hecho feliz. Él no hubiera querido otra cosa, como los que
decían ser tigrillos, jaguares, lobos, coyotes. Él era feliz con su tona y
ahora la había matado. ¿Cuánto más duraría él mismo? Sollozando, emprendió
cauteloso el camino hacia la choza de su Tata Domingo. Si no podía silbar más,
si no habría de poder crecer y saber sus propios secretos, tener su propia
casa, su propio alimento, quería pasarse las últimas horas cerca de aquel que más
le había enseñado. A sus nueve años, de carácter
dulce y sosegado, había lidiado con quienes se mofaban de su condición frágil,
de su actitud contemplativa, de su afición por leer lo poco que había y era el abuelo
el que le había mantenido a salvo, con sus consejos. Creía en las historias del abuelo porque eran
mejores que los anuncios de cerveza, de cigarros, de mutilaciones y asesinatos
en los escasos periódicos traídos por
alguien, viejos y amarillentos, que se deshojaban en el baño de la escuela, o
la cantina. Sin aliento, arando la
vereda con la tristeza, se acercó poco a poco al rancho pobrísimo acurrucado en
una hondonada del camino. Miró salir y entrar a la gente, cosa extraordinaria,
y corrió para enterarse de lo que entonces presentía: el abuelo, el tataíto Domingo,
el que había estado con él desde el primer día de su nacimiento, sintiéndose mal, se había recostado un rato, alegando
un repentino cansancio y había muerto mientras dormía.