lunes, 30 de enero de 2012

Los que miran desde adentro


Combinando los nombres inefables de Dios se dice que algún mago o sacerdote pudo alguna vez crear remedos de hombres y de animales a los que quizá les pusieron nombres y les adoptaron como legítimos, siendo seres que nada tendrían que hacer en este mundo. Pero al no haber cabida en otro universo para las creaciones de los humanos, sus creadores tuvieron que esconderlos de nosotros, los comunes, en el lugar más recóndito e ignoto: el nido del alma. Lo que perdura, después de centurias de magia y conocimiento, es el umbral que separa lo fantástico de lo horrendo, que algunos se cuidan muy bien de traspasar. Pero siendo el modo de percibir ambos un tanto grotesco para la gran mayoría, es la palabra la que nos muestra con palidez extrema lo que se adivina del otro lado. Y así entonces los mitos, los cuentos, las leyendas y las alegorías nos mueven al escepticismo o a la superstición mientras desde uno u otra queremos convencernos que no hay otra cosa aparte de lo que somos. Ciertamente, no vemos el miedo atroz que despertamos en quienes nos residen dentro.

Ricardo A. Simental

El león


Borges y Bioy Cázares, lectores ávidos y de inteligencia suprema, nos introducen en una de sus antologías a El Panchatantra, fabulario en prosa y verso del siglo II A.C., con el relato de los cuatro brahmanes que regresan a la vida a un león de cuyos huesos debieron compadecerse, mientras recorrían mundo. Siendo el orgullo del conocimiento lo que mueve a tres de ellos, desoyen al cuarto brahmán, dotado sólo de sentido común y menospreciado por menos sabio, quien les advierte del riesgo de reengendrar a un león. Los otros, soberbios en su sapiencia, no objetan que el más cuerdo se suba a un árbol, mientras realizan el milagro de dotar de huesos, carne, sangre y piel al animal. Al insuflarle la vida, la fiera se vuelve contra ellos y los devora, quizá uno por uno, quizá en furiosa carnicería. El cuarto brahmán debió congratularse de su sabiduría, común y llana, que le salvó la vida. Pero el león reencarnado por obra de los hombres, que no de la naturaleza, sigue suelto en el mundo y el brahmán no ha podido bajar del árbol para deshacer el entuerto y tiene siglos observando cómo la humanidad cae presa del depredador. Vishnú Sharma, el escritor a quien se atribuye la autoría del fabulario, puede alegar que ello ya no es responsabilidad suya, pero el mero hecho de tener a Borges y Bioy Cázares metidos en el ajo hace sospechosa su declaración. Aun así, algunos dirán que el león no existe, pero yo he escuchado su gruñido no hace mucho. En realidad, hace un instante.

Ricardo A. Simental

De cómo los sueños


En el inicio del habla, un hombre soñó con tener a alguien que realizara el trabajo por él y en el afán de darle vida a ese sueño, se hizo poderoso y sojuzgó a otros para darles el nombre de esclavos y vivir a sus anchas sorbiendo el aire de plácemes que destila del sufrimiento inaudible de los sometidos. Otro hombre soñó con tener a alguien que luchara por él y se hizo rico y pagó con creces a los mercenarios que gustosos degollaban a amigos y enemigos para acrecentar la fama y dominio de su contratante. Un tercero ansiaba tener quien le administrara y llevara registro de su vida y pronto le rodearon serviles escribas y consejeros que le diseñaron un complejo sistema de escasez en el que cada cosa tenía un valor supremo. Así, los sueños de los tres hombres encontraron un sitio en la realidad de las cosas, para las cuales no habría objeción dada la intemporalidad de las mismas y el perecedero efecto que ello tendría sobre el destino. El resto de los hombres creyó que esos sueños no eran tales, sino vaticinios y designios altísimos a los que sólo correspondía obedecer, lo cual hicieron hasta que el actuar de unos empezó a cruzarse con el de los otros y pronto había esclavos muertos a puñaladas, sicarios empecinados en extraer alimento de la tierra sin saber cómo y escribas vilipendiando a soldados y siervos, incapaces de una acción fatal. El sueño de los tres hombres comenzó a desmoronarse y tuvieron que hacer lo que tanto habían evitado. El látigo de uno puso a trabajar a los reticentes, la espada del otro acabó de tajo con la alharaca de los revoltosos y la elocuencia del último acabó con el desconcierto y la inconformidad de todo el mundo. La humanidad pareció regresar a su sitio, pero los hombres habían probado que podían hacer otra cosa. Al amanecer del primer año del último ciclo de esos sueños insertos en la realidad, como las cosas habían supuesto, la humanidad hizo que los tres hombres dejaran de serlo y los convirtieron en deidades, adorándolos en todas sus formas, indistintos o convertidos en uno solo, elevados por encima de todos y de todo, sometidos ahora a la voluntad de sus fieles. Lo que hubieran alguna vez soñado no tenía la menor importancia. Ahora sus sueños eran de otros y sus cuerpos desaparecían lentamente, ahogados por la continua letanía que sobre ellos posaron. Ahora los esclavos explicaban su agonía, los mercenarios justificaban su crueldad y los escribas estafaban a unos y otros aludiendo a un divino mandato. Los esqueletos de los tres hombres tienen eras haciéndose polvo. Y no sueñan más.

Ricardo A. Simental

La biblioteca de Dios


El recinto es inmenso, con la inmensidad del término en su cabal significancia. Sin muros, sin estantes, sin letreros de silencio, se perciben sus límites por la sensación de estar dentro, únicamente. Los libros no existen, o al menos no en el sentido en que los conocemos. Existen sus lecturas, y con ellas, las partes que innumerables lectores han dejado tras de sí. Cada libro es el compendio de las ideas, imágenes, sensaciones, sentimientos y reacciones de sus lectores. Las elucubraciones y los razonamientos producto de la escritura se guardan aparte, debido a la peligrosidad infecciosa de muchos de ellos. La función principal de la bibliteca es la de mostrar los efectos de la imaginación febril de ciertas mentes, salidas de los umbrales de lo mortal y cuya contención es vital para lo inmortal, que no vive sin ellas pero no persiste si se les deja invadir los ámbitos de lo ignoto a tontas y a locas, como comunmente hacemos, con esa primicia de la prueba y error y de atreverse a cualquier teoría. La biblioteca tiene todos los siglos de palabras, nociones, abstracciones, pensamientos, regresiones por los que ha pasado la mente colectiva. Ha perdido los nombres, porque todos piensan en primera persona y no hay pensamientos que inicien con un testimonio de Yo, fulano de tal….. por lo que esta interminable (más correcto que infinita) zona de lecturas no tiene referencias individuales ni clasificaciones elaboradas que tan bien les funcionan a las bibliotecas mortales. Este anonimato masivo, como debe sonar el pensamiento humano a los oídos de Dios, sirve para eliminar búsquedas, selecciones o restricciones. Todos pueden acceder a las lecturas que quieran y lo único que no está permitido es dejar ninguna para despúes. La biblioteca es ciertamente interminable, pero el tiempo de las lecturas no lo es. Cuando el tiempo se agote, antes de que vuelva a iniciar, la versión única y final del todo se develará y la verdad será dicha, que no escrita, abatiendo para siempre el libre albedrío. Inevitablemente entonces, la biblioteca se convertirá en un museo y todo lo que está ahí dentro quedará en la imagen de lo que fue. Nadie lo sabrá nunca, pero el bibliotecario, ya para entonces, se habrá desvanecido entre los pliegues de otra realidad.

Ricardo A. Simental

The one God

El avión flotaba entre lineas de aromas definitivos y altisonantes. El hambre apremiaba pero la genialidad del vuelo le tenia cautivado. Corría a la par que agitaba los brazos desnudos sudorosos de sal, hartos de sol. Con el cabello enredado entre el pensamiento del hambre y la sensación del vuelo, sonreía con el alma abierta entre la dentadura, a sus 8 años que no volvería a contar. La acera se extinguió sin ningún sonido, pero el chirriar de las llantas lo ahuyentó todo: los reflejos en las ventanas, los apacibles pasos de un hombre, el suspiro de la mujer que miraba en otro sentido. El avión siguió descendiendo, con su forma de delta acuñada en papel blanco, o rayado, o de cuadrícula. Caía a medio arroyo, rozando el pavimento, sin la violencia del cuerpo. Luego, un remolino pequeño lo levantó a medio aire, haciendo piruetas, cambiando su dirección. Nadie lo vio. A nadie le importaba nada que no fuera el infante deshecho, la huida del motor, el desgarramiento de otro corazón que aullaba lo que parecía un nombre. El avión se bamboleaba en el aire cálido como si entre malezas volara, oscilando un poco hacia la izquierda. Salvó una cerca, a media cuadra de ahi. Un viento de cola le impulsó otro poco, picando la nariz hacia el suelo. La gente gritaba en la plaza, se arremolinaba. Las sirenas corrieron a sonar, como siempre suenan, haciendo alarde de la tragedia. El avión recibió un vientecillo transversal que lo metió entre los barrotes de una ventana y lo estrelló contra el cristal. Poc, fue el ligero sonido. La niña se asomaba al oir el escándalo pero se distrajo al instante tras descubrir la figura triangular en el piso. Lo recogió, admirando su forma. Sonrió al ver el dibujo de las ventanillas con miradas y risas asomandose al cuarto. Lo desdobló al observar las palabras dobladas y leyó Trabajo de Español 3er año B “Lo que quiero ser” me llamo leonardo y tengo ocho años. Mi padre anda en el cielo, manejando esos aviones que pasan volando sobre el pueblo, de los que nunca se ha bajado. Yo no le conozco pero creo que a veces nos mira. Mi madre me quiere mucho, me ayuda con la tarea y me deja jugar lo que quiera. Yo lo que quiero es ser aviador.

Ricardo A. Simental

Alguien que mira desde allá afuera


Hace un gesto hacia el rostro que le mira y este se lo regresa de inmediato. La luz oblicua desprende escamas de sombra desde el espejo, excepto en las esquinas empañadas por el tiempo. La habitación se esconde a medias a su espalda, exhibiendo sin embargo el detrito de los sueños que acaba de serle abandonado por esos sueños y repta ahora sobre sábanas, ropa, muebles, todo. Se frota los ojos con la vaga esperanza de mejorar su visión y se encuentra con la misma imagen de su yo mismo encimándole el día. Pero hay algo distinto. En su reflejo un foco está encendido. De este lado la luz amanecida se escurre entre las cortinas, dejando ciertas partes oscuras a su paso, pero en el otro todo está iluminado con la fosforecencia de la lámpara dizque ahorradora que pende del techo. Se rie, un poco emocionado, deseando que la visión sea cierta pero negándose a creerla. “Esto solo pasa en sueños” piensa, mirandose sonreir pero fijando la vista en el solecito blanco de luz artifical que no niega su existencia. Se voltea hacia el foco real, el apagado, el que tiene encima y detrás de su cabeza. Apagado. Voltea al espejo. Encendido. Voltea al cuarto. Apagado. Vuelve a mirar el espejo y el rostro que se desprende desde esa superficie le hace gritar con un terror desaforado, abismal, estremecido. En el espejo el foco está apagado. En la habitación está encendido. Satisfecho y libre al fin, se yergue medio desnudo y abandona el cuarto con una media sonrisa en el rostro, dispuesto a hacer de todo en este mundo.

Ricardo A. Simental

Apenas ayer

El agua corría con cierta fuerza entre las rocas dinosaurios tendidas como garrobos al sol de la cañada. El cuale serpenteaba, como dicen los escritores, alargándose entre ramas y hojas y la basura de sus orillas, con aparente prisa por irse de todos lados. Él metió la mano para sacar un bote de cloro, con la esperanza de hallar un camarón adentro, donde se quedaban a veces, arrinconados por su propia curiosidad. Lo arrojó  vacío al centro de la corriente, mirándolo flotar por un tramo y hundirse desde otro, para atorarse en cualquier remanso. 
Los pies resbalaban al apoyarse en las piedras, buscando el fondo arenoso. Vio pasar la primera cara rebotando desde un remolino, con el cabello hecho algas agitándose delante de ella, cubriendo un ojo y luego los dos, para descubrirlos justo al pasar junto a su pierna derecha. La mirada era limpia y como no sabiendo donde estaba. Los dientes, asomados entre los labios pequeños, brillaban como las conchas bajo el agua. Estupefacto, quiso echarse atrás, pero otra cara campeaba la corriente a su espalda. Y otra y otra más. Miró en busca de auxilio, no queriendo gritar de pura vergüenza. Nadie había alrededor. Las caras llegaban a montones, todas a media agua, asomando las narices con cada agitarse de las ondas, o al tomar las corrientes entre las piedras. Un perro ladró a la distancia, sabiendo lo que pasaba, pero a la distancia. Él miraba las caras y las miradas, sobre todo estas, hallando en ellas sorpresa, añoranza y a veces enojo, pero más tristeza que otra cosa. Las bocas cerradas o a lo sumo, entreabiertas, no mostraban sonrisas. Estaba atrapado a medio río, con los rostros de otros cayendo desde aguas arriba y el sol yéndose a otra parte, como la corriente, con cierta prisa. Se asustó pensando en su mismo susto cuando miró pasar su propia cara con la boca completamente abierta. Trató de gritar y no pudo. Trató de llamarse pero sus ojos estaban cerrados. A ciegas, tanteó en el agua hasta agarrar uno de esos rostros que pasaban y se lo puso, avanzando luego a trompicones entre las piedras, para salir del cauce y de la orilla y de las cercanías del río. Llegó corriendo a su casa, con las lágrimas rebosando el espanto y se sentó a llorar en la puerta. Alguien abrió y bondadosamente le puso la mano en el hombro, diciendo con voz maternal: 
-no llores, niño, ¿que tienes?, ¿dónde vives?.

Ricardo A. Simental

A las carreras


Corrían alrededor de la madre, una y otra vez, riendo y agitando los brazos. Corrían persiguiéndose uno a la otra sin razón ni sentido, sin saber quien perseguía a quien. La madre platicaba animosamente con la vecina, de todo, de nada importante, de lo único importante. Pasaban los autos y las horas sin contarlas. Eso era entonces. Eres feliz, mami? preguntaba, mirando las manos guardando sartenes y utensilios, deteniéndose un momento para tomarle la cara y decirle...
Corrían a la escuela, persiguiendo minutos preciados para llegar antes que cerraran la puerta. No importa quien llegue primero, sino guardar el lugar y no tener falta. La falta que hizo el padre cuando la madre enfermó y su hermano se salió un día de clases, con ella corriendo atrás, para no regresar nunca al estudio. Corría después ella de la mano de ese otro hombre joven, el del aire distinto y los besos ardientes. Corrían para esconderse de todos y tocarse por todas partes, con la urgencia de lo prohibido, descubriendo con eso que nada estaba prohibido. 
Corrió el otro después, solo y sin su compañía, quedándose ella esperando su adiós y a un hijo que no le dejó creer en la vida. Corrió otra vez con los años para decirle a su madre quien era el que estaba en el nosocomio con una etiqueta de NN y dos agujeros en la cabeza. Y en el funeral de esa madre pensaron que estaba loca cuando corrió varias veces alrededor del cadáver, hasta que alguien la derribó de un abrazo y le inyectaron algo que la durmió por horas. 
Y desde entonces se detuvo. Y cuando miró jugar a su único hijo le soltó un bofetón y sacudiéndole le dijo: no corras, ¿me oyes? nunca corras.

Ricardo A. Simental

Dic 2010

Para siempre


Me di cuenta de que éramos un par de extraños. Ella tocaba mi mano con un movimiento nervioso de paloma de plaza entre mis nudillos, apretando los dedos como señalando un punto, una postura, una indiscutible falsedad. Yo le miraba hacer, sintiendo un cierto enojo bullir desde muy adentro, después de la respiración y la sensación de hormigueo del deseo frustrado por la conversación insulsa. El pelo se le agitaba envolviéndole el rostro con gestos de viento o de agitada confirmación. Le miré los ojos, de pronto esquivos, de pronto más negros que de costumbre. Me dio vértigo.
- Creo saber lo que te pasa- le dije, en el tono más mesurado que tengo.
-Ah, si? – me retó, como siempre – a ver, dimelo tú, entonces
- Que ya no me quieres -
La risa se le interrumpió cuando se percató del tono de la frase. No había reproche alguno. Lo sé porque yo la dije y la dije así como si dijera que las mujeres tienen una parte de luna y dos más de sol por cada parte. Lo dije como si supiera que no había dicho nada más cierto en mucho tiempo. Vi alejarse la frase en su expresión, pero antes de procesarla se le desvió hacia el corazón, ese corazón que las mujeres tienen en el bajo vientre, lejos del sexo y cerca del alma y el ego. Por supuesto que no le gustó. No le gustó nada.
- No empieces – respondió, sin el brillo irascible que le antecede la impaciencia.- No es eso lo que tengo -
Pero lo decía bajito, como convenciéndose antes de decirlo, como repasando el lomo de cada palabra antes de dejarla ir hacia mí pero no conmigo. No se me acercaba ni para mentirse o mentirme.
- He pensado mucho…….y si, aunque lo dudes – Ya estaba otra vez ella contrincante y yo, medio cansado, mejor no dije nada- He pensado que ..bueno…hay algo que no nos deja estar. Como si tú no estuvieras nunca a gusto. Y también sé que te aburro, porque me oyes hablar pero no me escuchas-
Ahí menos dije nada. La seguí mirando, sabiendo que la incomodaría,  y haría su mohín de niña viciada o mimada o dejada. Le quise encontrar el encanto y este se me perdió entre el laberinto de recuerdos que se ajustaban bien al momento. Las conversaciones alrededor, los letreros de lo fantástico “sanitarios, ellos, ellas, bienvenido” ,  las horas que se guardaban entre los pleigues de las cortinas inútiles con tanta inmensidad de luz. Ella volvió al intento de sonreír, asintiendo ante la certeza de que nunca la escuchaba.
- Ya ves?, estás ido – Sorbió algo del refresco, o del café, (ni sé lo que había pedido) y echó un poco los hombros hacia atrás, despejando el espacio para los senos y los sentidos todos que siempre me ha despertado. Quise darle un abrazo, y ese querer se me notó, porque volvió a la trinchera de la mano, mi mano, la que a veces no reconozco. Se sintió otra vez en casa; deseada; reconocida -Claro que te quiero, aunque seas un tonto y no me prestes atención-
Ahí supe que la había leído. Una y otra vez había leído esa novela de lugares comunes, efluvios ciegos, drama, risa, hastío y escarnio. Supe que me llevaría a la siguiente estación o capítulo o punto y coma y adelante con la trama. Supe hasta lo que me diría después. Me ví desde afuera, como un bobo espectador que literalmente deja la boca abierta, en plena desconexión del cerebro, del abandono de clases. Hice la cuenta. Ella no tendría que pagar mucho por un par de bebidas. En un salto, la calle estaría cercana, al alcance de los ojos, las piernas, la desfachatez del que abandona. La vida se me vendría encima girando sobre avenidas, trabajo, oficinas, aviones, cabrones, bancos, impuestos, tragos y mujeres chachachá. Vi la libertad ignota. Casi sentí la fé. Pero entonces vi mi reflejo en una de las ventanas: una silueta doblada hacia ella, disimulando el miedo a la soledad que me azota desde siempre montado en cuclillas sobre mi espalda. Supe que éramos extraños y en eso sí muy parejos. Y sin embargo, me sorprendió su intensa desilusión, su casi palpable desesperanza mientras abandonaba mi mano y yo me acercaba musitando, con un tono medido, sin que sonara muy bajito:
- Yo también te quiero -


R.A. Simental
Nov 2011

Con cierta pena


El agua rebosa desde el vaso apoyado contra el grifo. Se derrama sobre cristal, falanges, uñas, palma rosada elevada sobre las sobras. Corre por el brazo, siguiendo la línea de la parte inferior, un tanto flácida. Gotea desde el codo, con gotas aceleradas que pronto se convierten en un pequeño chorro. El espejo de media cerámica del piso cambia su tono a medida que se extiende la pequeña inundación, rodeando los pies desnudos, donde se repiten los dedos, las uñas y las plantas menos rosadas, las venas de la piel que corren hacia arriba, hacia las piernas separadas, que dejan inerme al aire y a las tentaciones el nido de sueños que desde entonces se encuentra vacío.  
Un camión de servicio grita usando chofer y garrotero mientras las sirenas suenan a todo volumen, y sus oídos se cierran a todo menos al silbido de alguien que camina fuera de horas de escuela y trabajo pero llenas de ocio. Arriba, en la habitación incompartida, se revuelven los fantasmas de un sueño que debió tener otro final, forzándose a partir después de una noche de insomnio. 
Las sábanas han sido apartadas con fuerza, despeñándose sobre las baldosas blancas o casi, formando una caída de tela como espuma, ocultando las ropas abandonadas sin cuidado por la premura del deseo y la ebullición de la sangre. El calzado ha llegado hasta ahí dejando su rastro por estancia y corredores, escaleras y habitación. Totalmente olvidado, se queda dentro de su postura grotesca, para siempre separado de sus pares. 
Suena el reloj con una aguja enorme moviéndose indiferente al tiempo, obedeciendo a un engrane que es el último de una serie de engranes y le tiene atrapada señalando espacios disparejos. Abajo, el grifo se ha cerrado, finalmente, pero el agua sigue corriendo por efecto de un ligero declive que ahora le sirve a la cocina, al lugar donde ella se ha quedado sin mirar pero viendo la vida de allá afuera, pensando que en ese momento él debería estar en la oficina, en mangas de camisa, dando instrucciones o hablando por teléfono o enviando mails o mirando a la secretaria o las esposas de los clientes o las aspirantes que siempre le rondan, pero quizá le estaría hablando a ella, eligiendo el sitio y la hora. Se imagina lo que él imaginaba anticipando su placer, que es lo único que le importaba y mira en el recuerdo de anoche esa frente que se le perlaba de sudor en la agitación del amor pero sin dejar de estar llena, ella lo sabe bien, de las imágenes de la otra y la otra y la otra, y entre ellas ella, un tanto a fuerzas, un tanto a costumbre, un tanto a conveniencia. 
El agua ha llegado a la puerta y se desliza hacia el pasillo que se dirige a la entrada, donde hay unas cajas que le servirán para limpiar todo, pero que podrían desfondarse si se mojan pero a ella ni se le ocurre, viendo como él se despediría de todos y se lanzaría, saco en mano, al estacionamiento para buscarla a ella, a la otra ella, mientras ella aquí se desentiende de todo, mientras ella aquí se olvida que el baño quedó hecho un desastre y que deberá limpiarlo si no quiere que la descubran. 
Pero sus pies se quedan ahí, varados en plena resaca seca, en plena inocencia de la culpa, de lo terminal. Recuerda el teléfono descolgado, preguntándose si eso tendrá alguna tarifa. El auto de él refleja un sol chiquito que viaja desde la acera contraria, donde siempre lo deja, esperando como montura mansa y resignada a que alguien le encienda. Los músculos le duelen, casi tanto como el cuerpo del interior, el que ella se empeñaba en mostrarle y él nunca quiso ver. De pronto se siente extremadamente cansada, pero sin las nauseas, sin la histeria, sin la desesperación que se le había hecho costumbre. Mira indiferente el piso mojado, ya secándose en partes, y se vuelve hacia el umbral que separa el área del comedor, hacia donde camina, ligera para su sorpresa, y con algo de torpeza aparta las sillas y se tiende sobre la mesa, cabalmente desnuda, mirando el techo desconocido de su propia casa. Y ahí, finalmente, se duerme.

Ricardo A. Simental
Puerto Vallarta, Mexico
Nov 2011