domingo, 29 de julio de 2012

EL LOBO



De “El zagal y las ovejas”. Félix Maria de Samaniego
El lobo le miraba subir, como tantas otras veces, siguiendo la vereda que reptaba esquivando peñas hasta encontrarse con un par de pasos entre las faldas de la montaña. Abajo, hacia el valle, se distinguían con claridad las figuras que se afanaban trabajando la tierra, entre surcos y norias y paliacates amarrados al cuello. Los sombreros se inclinaban creando una escasa sombra sobre los semblantes, manchas diluidas a esa distancia, y las espaldas se doblaban, se doblaban cada vez más. El lobo bostezó como si aullara en silencio, y desperezándose, se estiró cuanto pudo, echando luego a andar, con un bamboleo de cola, hacia el peñasco que le servía de parapeto y de atalaya. Así se había librado de más de un cazador y había eludido las batidas que de cuando en cuando organizaban los villanos, para librarse de alimañas y depredadores. Una vez ahí, se tumbó sobre el vientre y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, cruzadas al modo de la realeza. Su apetito satisfecho y la modorra que le apremiaba después de cada festín le daban pocos ánimos para buscar presa, y era más por curiosidad que se aprestaba a contemplar al zagal que arriaba las ovejas, visitante asiduo, con sus calzones cortos extrañamente blancos, su sombrero de paja, ancho y ajado, y sus manos y piernas morenas que gesticulaban en dirección del rebaño, mientras alentaba con gritos el paso menudo del rebaño. Pronto el viento le llevó el grato olor de la carne ovejuna, pero a pesar de ello el lobo continuó inmóvil, echado contra la roca, casi invisible para el muchacho que marchaba ya fatigado, tratando de encontrar un claro en los riscos que estuviese pleno de hierba, para sentarse en una saliente, como hacía siempre, tocando suavemente una flauta de carrizo con la que emitía una y otra vez  las mismas notas, en un sonsonete soporífero y efectivo, logrando que las ovejas se dispersaran por el claro, comiendo la hierba y balando sin oídos a ninguna otra cosa. El lobo contemplaba la línea del horizonte, desde su perspectiva acechante, que se separaba apenas de la copa de los árboles y le deslizaba hacia las ansias de largarse de ahí, corriendo para hallarse quizá otro como él.  Somnoliento, el lobo se dejó caer en un cierto sopor acezante, y como entre sueños oyó el balar de las ovejas, la flauta callada, y al viento cambiando de sitio. Cerró los ojos y soñó un poco.
Un par de horas más tarde, el zagal se puso de pie, aburrido mortalmente. Se había cansado de lanzar piedras hacia los árboles, con su más reciente honda, la cual todavía no dominaba cabalmente, como lo probaban sus tiros. La flauta le dejaba inquieto, imposibilitado para producir nada que no fuese el mismo sonsonete. Probó a cantar, casi cualquier cosa, para no sentir el silencio de voces que se impone en el cerro, y se dedicó a ello por varios minutos, hasta que se le acabaron las canciones, o la letra de las canciones, y entonces se dedicó a gritar, escuchando su propia voz en diferentes escalas, subiendo y bajando el tono, hasta dejar salir puros gritos, con toda la potencia de sus pulmones. Abajo, en el valle, los labradores levantaron la cabeza, alarmados ante la nota de agitación que rebelaban los alaridos, y sabiendo que el pastor se hallaba solo en esas alturas, cogieron lo que pudieron, azadones, hachas, machetes, y emprendieron la subida con carreras intermitentes, ya que ninguno habría podido soportar un ascenso corriendo sin tregua, pensando que encontrarían al zagal despedazado por alguna bestia o demonio, o debatiéndose en agonía de enfermedad o locura. Cuando llegaron al claro donde las ovejas continuaban impasibles su degustación de hierba, preguntaron ansiosos cual era la tragedia o suceso, y el pastor, sorprendido en plena euforia, se asustó tanto que solo atinó a señalar hacia el peñasco de arriba, y pensando en alguna excusa, temeroso de la vergüenza y la mofa que se le vendría, culpó a la vista de un morro de lobo su explosión de locura. Los labradores, creyendo fervientemente que los lobos han sido siempre  sus enemigos, afirmaron con la cabeza ante la explicación y procedieron a escudriñar en parejas los alrededores, sin encontrar señal de la fiera. Sugiriendo entonces que reuniese su rebaño y bajase con ellos a la seguridad del poblado, rodearon al pastor y sus ovejas y descendieron profiriendo amenazas y echando mal de ojo hacia las alturas, donde el lobo, despierto del todo, les observaba sin descubrirse, algo asombrado del alboroto, aunque reconociendo que los hombres, desde que los había visto, le habían parecido siempre un tanto exagerados.
Dos días después miró subir de nuevo al rebaño. La noche anterior se había paseado cerca del pueblo, solo para tentar al destino, y encontró un par de gallinas que devoró casi sin darse cuenta. Sabía que culparían a la zorra, al coyote o al tlacuache, ya que esos se la pasaban correteando pollos por los corrales, como había visto hacer a los hombres con sus mujeres, y además, su fama les convertía de inmediato en culpables, como pasa siempre. Para un bocado, no estaba mal, aunque su tamaño le pedía mucho más. Había tenido que apresurar su regreso a la montaña por los ladridos de los perros que lo ventearon, y aunque los más cercanos se habían escondido en las casas de sus amos, gimoteando, varios hombres habían salido amenazando la noche con escopetas y pistolas, herramientas a las que el lobo había aprendido a temer, por su mortífera eficacia, aunque no más que a los portadores, por su alma despiadada. Ahora pensaba en sus posibilidades de llevarse una de esas ovejas pequeñas, que se retrasaban o se alejaban del rebaño, con sus balidos de cabra indefensa y prescindible. El zagal subía con ellas, distraído como siempre, renegando de esa vida que lo mantenía atado a esos animales que nunca serían suyos, y que incidentalmente dependían de él y de lo que él hiciera, como si de verdad le importase lo que con propiedad ajena sucediera. Se detuvo para beber del bule y comer por anticipado parte del frugal almuerzo con que se le premiaba. Siendo este apenas suficiente para sobrevivir, obligaba al zagal a husmear por aquí y por allá, buscando cualquier cosa que completase su dieta. Fue así como descubrió el pelaje gris negro rojizo del lobo, que se había movido en dirección contraria, rodeando al rebaño, para alcanzarles por detrás y atrapar su presa. El lobo, al intuirse descubierto, emitió un salvaje gruñido, que hizo al zagal desgañitarse con una serie de gritos, que por ser esta vez articulados, no llevaban para los labradores el mismo mensaje urgente que la vez anterior. Sin embargo, al escuchar esa voz que se repetía llamando a algo o a alguien, algunos labradores reaccionaron y corrieron de nuevo hacia la zona de pastoreo, rumiando soeces ante la imprudencia del chaval de regresar el rebaño al mismo lugar. Cuando llegaron, no encontraron rastro de lobo alguno, pero si a un aterrorizado pastor que hablaba de un monstruo de tres metros de cola enorme y ojos como brasas.  Algunos labradores rieron ante la clara exageración, pero otros tomaron por chanza la alarma del pastor y amenazándole con propiciarle una tunda, le dejaron ahí, atolondrado, mientras se llevaban a sus ovejas, por las que habían reaccionado y enfrentado el supuesto peligro. El pastor, sabiendo que su vida valía un cacahuate para los aldeanos, y especialmente para los dueños de las ovejas, bajó en silencio detrás de ellos, mirando furtivamente hacía atrás, temiendo que la bestia les alcanzase en cualquier momento. Los labradores que no tenían propiedad en el rebaño, bromeaban con su cobardía, y con el miedo que le hizo tomar por lobo a algún escuálido coyote, ¡o una ardilla! gritó por ahí otro, redoblando las risas.  El lobo, dándose cuenta, desde montaña arriba soltó un aullido que se despeñó con un tono grave y escaló hasta un largo agudo que erizó los cabellos de la aldeanada.  Los hombres apresuraron el paso, bromas calladas, hasta llegar a sus calles y sus corrales, cerrando sus casas y colgando ajos y crucifijos en las puertas, prohibiendo a sus mujeres e hijos salir sin compañía de la aldea. El pastor, libre ya de la burla, sintió algo más que miedo. Sintió gratitud. 
Le obligaron a llevar al rebaño a otra parte de la montaña. Tenía que vadear dos veces el mismo arroyo y atravesar un campo de cultivo donde era casi imposible controlar a las ovejas. Pero el recuerdo de aquel aullido acallaba todas sus protestas. Los aldeanos asignaron a un par de vigilantes armados que le visitarían un par de veces al día y se mantendrían al alcance de sus oídos, por si acaso. Nadie había visto un lobo en años y la manifestación de su presencia les había amedrentado más que la milicia que periódicamente subía a joderles la vida. Así que no repararon en esfuerzos para protegerse de la fiera. Los viejos revivieron las viejas historias de hombres comidos vivos y niños arrancados de las canastas de yute donde las madres les llevaban a los cultivos. Fue fácil transcurrir hacía las narraciones de nahuales y hombres lobo. En esa atmósfera, dos compadres fueron baleados por los susodichos vigilantes mientras visitaban a sus respectivas comadres a hurtadillas y al amparo de la noche. El cura del pueblo intentó tranquilizar los ánimos reviviendo a Rubén Darío con la repetida lectura de los motivos del lobo y la hermandad lobuna con San Francisco de Asis, pero aunque las mujeres lloraban pidiendo perdón por haber sido tan malas, los hombres musitaban improperios, diciendo en voz alta y en plena iglesia que ¡que hermano lobo ni que un carajo!, que al padrecito le podían caer bien los animales, pero en la mesa, ya que no perdonaba su ración semanal de chuletas de cordero. Cordero de Dios, si chucho, cordero de todos nosotros, que.
Al lobo no le costó trabajo moverse hacia el otro lado de la montaña. Podían haberse ido incluso a dos montañas de distancia e igual les hubiera seguido. Tampoco le costó mucho descifrar a los vigilantes. Los hombres son predecibles, pero no lo creen así. Eso les hace, además, presa fácil, pero de ellos mismos. El lobo no estaba interesado en comer carne humana. Les tenía demasiado recelo para ello. Las ovejas serían suficientes. Las había dejado en paz hasta entonces, pero ahora un hambre atroz le atosigaba, aun cuando hubiera ocasiones en que cazaba lo suficiente. Encontró refugio entre rocas y árboles en un sitio casi inaccesible. Se preparó para una caza que no había disfrutado hasta entonces. Se imaginó mordiendo una pieza inocente, perdiendo así, imaginando, la propia inocencia. Y creyó que estaba listo para probarles a los hombres que los de su estirpe no dejarán de existir nunca, aun cuando sea en la parte más distante y oscura de la triste naturaleza humana.
La primera vez casi le atrapan. El pastor abonaba la tierra  cuando el lobo saltó sobre una cría que se había acercado a la orilla del barranco que descendía hacía el arroyo. La madre había enfrentado a la fiera, que tuvo que soltar a la cría y abrir de una dentellada la garganta de la salvadora, arrastrándola luego hacia arriba, mientras el pastor se subía los calzones y corría hacia donde balaba desesperada la cría. Llegando al sitio, siguió el rastro de sangre hasta la espesura donde esperaba agazapado el lobo. El zagal quiso acercarse pero se detuvo al escuchar un gruñido, profundo y amenazador, y regresó con la cría en brazos, sin correr, para dar aviso a los vigilantes. Para cuando estos llegaron el lobo había dejado a su víctima en uno de sus escondrijos y se hallaba seguro contemplándoles desde la altura. 
La segunda vez fue más fácil, aunque las dos subsiguientes tuvo que excederse en astucia, fuerza y rapidez. Con su quinta presa, los aldeanos organizaron varias batidas y trajeron de dos pueblos lejanos un par de cazadores de fama para dar muerte al lobo desastroso. El lobo regresó a la parte más alta de la montaña, manteniéndose de ratas de campo y de conejos hasta que pasó la emergencia. Después, regresó. Los hombres entonces sintieron verdadero espanto. El lobo no solo era feroz: era astuto. El hecho de que la enfermedad, la sequía, el abigeato, les mermaran más el rebaño que el mismo lobo, no disminuyó la leyenda que a su alrededor se tejía. Fue quizá gracias al mito, o a su natural inclinación a ser diferente, pero ya para entonces el pastor estaba de parte del animal. Después de cada incursión de caza, el lobo regresaba a su punto de vigilancia, lejos en la montaña, donde un día le había descubierto el pastor, buscándole por su cuenta. El joven admiraba el poderío de su cuerpo, lo abundante de su pelaje y el perfil que recortaba contra el cielo, especialmente ya oscureciendo. El lobo le oteó, eventualmente, y dejó que cada uno guardara su propio lugar, a la distancia, en el que ambos estaban seguros.
Los aldeanos sospechaban de la eficiencia y fidelidad del pastor de sus rebaños. Maldecían al lobo y amenazaban a cualquiera que le mostrase simpatía. No había noción de hábitat o naturaleza que respetaran o que de algo valiera, así que se deshicieron del pastor y nombraron a otros entre ellos, labradores, para realizar sus funciones, pero al poco tiempo, al perder varias ovejas despeñadas, ahogadas o extraviadas, no por intervención del lobo cazador, sino por la ineptitud de los improvisados pastores, regresaron al pastor, no por su gusto, a cuidar el rebaño.  
El lobo le reconoció no bien atisbarlo. Ese día decidió que no habría cacería. De alguna manera había desaparecido su intensa soledad. De algún modo, había saciado su hambre.

Ricardo A. Simental
Julio 2012


domingo, 22 de julio de 2012

El niño y el caracol


El niño se encontró con el caracol y creyó que aún estaba habitado. Se detuvo frente a él, dudando en tocarlo, sabiendo que el contacto vuelve susceptibles las cosas. Las olas a su izquierda llamaban a repetirse, y se repetían unas a las otras, sin lograr que nadie hiciera caso, y antes bien, se las rehuía. El caracol asomaba con la punta al cielo, rodeado de arena húmeda, completamente inmóvil. “Debe estar solo” se dijo el niño, reparando al instante en su error “debe estar vacío” se corrigió de inmediato. Los petreles y las gaviotas se disputaban los mendrugos de alimento y basura dejados por tanta gente, despertando con sus reclamos al viento que se levanta desde occidente todas las tardes y trepa insolente por las montañas, agitando la selva, el polvo, la rala existencia del trópico. El niño bajó la visera de la gorra que protegía su cabeza del sol de hacía un par de horas. Nunca había visto un caracol como aquél. Parecía extenderse por kilómetros dentro de su espiral. Sus tonalidades de rojos, blancos, magentas, amarillos  daban vueltas en las retinas. Se decidió a tomarlo cuando notó que una señora con un niño en brazos se acercaba, curiosa al verle parado ahí, con la vista fija en el suelo, y dos pequeños corrían hacia el sitio con cubetas y palas en las manos, gozosos los rostros enmascarados de arena oscura. En cuclillas, levantó el caracol con cuidado, con sucesivos y cortos movimientos, para darle oportunidad de reaccionar, si estuviese vivo. Escuchó a la señora decir a su espalda ¡qué bonito caracol!, y luego, con cierta ansia posesiva, ¿me dejas verlo?. Uno de los pequeños, parado a escasos dos centímetros de su cara, le preguntó, todavía chorreando agua: ¿es tuyo? Él no quiso responder a ninguno, porque habiendo lidiado siempre con el deseo de los demás, sabía que toda respuesta representaba un conflicto.  Se levantó con el caracol en la mano, venciendo su propio temor y algún grado de repugnancia, y sonriendo, se abrió paso entre ellos, alejándose con un andar vacilante hacia el lado contrario de la playa. Los pequeños regresaron sin más a jugar, pero la señora se quedó mirándole alejarse, sin reparar en ello, con una tristeza infinita, quizá surgida de su maternidad reciente, quizá de un presentimiento aciago. El niño iba ganando en contento, a pesar de la incomodidad impuesta por la arena entre sus dedos y el tufillo que percibía desde el caracol, sostenido a contraviento frente a su rostro para ayudarse un poco con el peso y la marcha hacia las sombrillas desde donde había venido.
A su madre no le había gustado el caracol. La desproporción de su enojo ante lo que llamaba “su manía de recoger porquerías”, más que el rechazo a su obsequio, le dejó abatido. ¿Cómo es que algunas personas desprecian lo que otras anhelan? Podría quizá algún día entender que lo despreciase a él, tan sin habilidades, sin gracias, sin alegría; pero, ¿a quién puede no gustarle un caracol tan bonito?. Parpadeó rápidamente al sentir que se le venían las lágrimas. Mamá no puede saber lo que hace. No lo sabe. No. Se acercó lentamente a la orilla de un mar al que parecía no importarle nada. Sin pensar, dejó que el agua le rodease los pies, dejando rastros de espuma al retirarse, como recuerdos de una caricia que parecía intencional. Supo entonces por qué le había gustado siempre el mar. El mar no hace distingos.
La gente se arremolinó en la orilla, a su alrededor. Detrás de las olas, un bote salvavidas trataba de mantener su posición mientras dos hombres bajaban a un tercero que parecía no reaccionar. La muchedumbre  murmuraba y se asustaba, coincidiendo en lo peor, como hace siempre. Los hombres batallaban un poco con la resaca y eso hizo que otros acudieran al rescate de los rescatadores. Moviéndose de prisa, con protagonismo de novela, gritaban ordenes sin sentido y empujaban a quienes tuvieran enfrente. Viniendo en su dirección, uno le hizo a un lado, con una mano callosa que le aplastó el pecho. Tendieron al hombre en la arena, pidiendo inútilmente que la gente dejara espacio. Alguien solicitaba un doctor, y en eco repetían: doctor! doctor!. Otro decía que no hacía falta, que el tipo estaba muerto de ahogado. Una mujer sollozaba, sin soltar la bolsa con piña y jícama que comía desde antes del incidente. Los más solo miraban, unos por encima de otros. Al niño le repugnaba sentir la aglomeración de esos cuerpos casi encima del suyo. Quiso alejarse, pero el cerco era compacto y no lo habría conseguido si no fuese por la llegada de los marinos, que con eficacia antinatural se abrieron paso y formaron un circulo en el que nadie podía pasar, ni el médico, que tuvo que identificarse dos veces antes que el arma bajara del nivel de sus ojos y le hiciera una seña en dirección del difunto. El niño no había visto nunca un ahogado. Le impresionó el pelo echado sobre los ojos, en una especie de antifaz del descuido, y la espuma que brotaba de la boca entreabierta en un trazo desviado, como se abría la boca de la abuela cuando roncaba. El color cenizo de todo el cuerpo le dio una sensación de frio. Y entonces le tuvo lástima. Se alejó sin repeler las lágrimas, ya retenidas anteriormente, con el caracol pesándole en una mano y la  angustiosa indefensión de ese muerto, abandonado ahí, pesándole dentro. No sabía que una mujer con un niño en brazos, ignorándola aún, lamentaría para siempre esa tragedia y asociándole con ella, no le olvidaría jamás.
El niño pasó largo rato lanzando piedras al agua, las que se hundían de inmediato, inermes ante las olas. Se sentó después a contemplar su obsequio. Había lavado cuidadosamente al caracol, aliviado de no encontrar huésped alguno dentro del laberíntico aposento. El sol había cambiado de tono y hacía que se confundieran los rastros de color en la superficie, logrando que del blanco emanara un cierto resplandor rojizo. Al niño le gustaba su caracol. Recordando las antiguas consejas, se lo puso en la oreja, tratando de escuchar el mar, pero el mar lo tenía enfrente y no dejó que otra cosa apagara su voz. Intentó soplar por el ápice y llamar como había visto hacer a los que se disfrazaban de indios, pero el caracol no admitía aliento alguno. Quitándose la gorra, inútil ya a esa hora, se lo colocó de sombrero, comprobando que le quedaba perfecto. ¡Cuán grande era su caracol!. Echó a andar por el malecón, sonriente. Acostumbrado al anonimato, a la invisibilidad, se sorprendió de pronto siendo motivo de atención de la gente. Reparó en que seguía en traje de baño y sin ninguna otra prenda encima, excepto su caracol de sombrero. O su sombrero de caracol. Anticipó las burlas y las risas que efectivamente llegaron, pero fueron más las miradas de admiración e incluso de envidia, entre otros como él, que no tenían algo parecido. Se sintió diferente. La simpatía y curiosidad que percibió de reojo le ayudó a ignorar las pullas y los comentarios mordaces, y pronto sonrió abiertamente al reconocer que esa sensación de diferencia le calzaba tan bien como su caracol. Rió al escuchar el llanto de quienes pedían un sombrero igual. Pensó que tener un caracol era algo genial, pero pronto observó que la gente le miraba a él, y cuando se iniciaron los saludos y uno que otro aplauso, y por supuesto, las fotos, las personas se dirigían a él. Ahora contaba. Ahora la soledad era un recuerdo lejano. La incomodidad que le acompañaba siempre, y que no venía de la arena, ni del sol, ni la ropa o la gente, sino de él mismo, se desvaneció, dejándole andar con un paso tranquilo y seguro hasta los pies de un ángel de piedra que recordaba desde pequeño, y ahora parecía ser lo único adecuado para permanecer consigo aún entre tanta gente, respirando el aire marino, admirando el sol encendido, respondiendo a las sonrisas y a los guiños, sin temerle a la noche ni a lo desconocido,  paladeando el sabor de ser él mismo, el de siempre, pero distinto.
Ricardo A. Simental
Julio 2012

La ecuación de Dios

Juan Palomera González, primo hermano de Julio el hermoso, dotado este último de una fealdad extrema y corazón de oro, se pitorreaba del profesor de matemáticas del 3er curso de secundaria, quien desde el fondo de sus lentes iconoclastas de ateo convencido, afirmaba que era posible probar la existencia de Dios matemáticamente, lo cual lo colocaría del lado del conocimiento puro que no de la religión ni la fe. No sabía cómo, reconocía sin ambages, pero sabía lo suficiente para predecir que alguien lo lograría. Eso era motivo de burla de Juan Palomera, alias el “biguanalachair” quien no soportaba la inteligencia en ninguna de sus formas y sólo aceptaba superior jerarquía de quien mejor se expresase en el espanglish horroroso que se practica entre ciertos quienes y algunos asegunes. El profesor nunca supo que en cierta página de Los mitos de Cthulhu, H.P. Lovecraft, entre el juego semántico y los sofismas sobre cierto misterio de umbrales y seres primigenios, lo había mencionado casi un siglo antes de que el profesor expresase su convencimiento de la naturaleza matemática de Dios. Se dice que Lovecraft, quien por supuesto nunca conoció al profesor, conocía por estudio a Pitágoras de Samos, interesado particularmente en el periodo esotérico de este último, abrevado por las fuentes fenicias de arcaico conocimiento y sus viajes a Babilonia y Egipto. De ahí que Howard Philip haya exhibido con tanta frecuencia al árabe loco, que en cierto sentido, era el precursor del profesor mencionado aunque desconocido totalmente por él. En un instante cualquiera, como ocurre con todos los principios, confirmando a Kurt Gödel y su teorema de la imcompletitud de que en cualquier sistema existe por lo menos una fórmula que aun siendo verdadera no podrá ser jamás demostrada, Julio el hermoso concibió la ecuación que probaba la existencia de Dios, en una imagen reveladora en la profundidad de su mente, sin saber cómo y sin intención, tal cual lo había predicho su profesor, (aunque quizá pensando que eso tardaría unos miles de años) pero no habiendo cursado sino una licenciatura en administración en una de las universidades sin registro formal del país, Julio desconocía el lenguaje matemático y los símbolos para expresar dicha ecuación. En su desesperación, intentó plasmar con dibujos la claridad preeminente de esa afirmación absoluta, pero lo que resultó pareció ser obsceno a todo aquel con quien trató de explicarse. Julio el hermoso fue tachado de ignorante, mentiroso, irreverente y comunista, sobre todo por Juan Palomera, quien nunca dejó de ser el biguanalachair y se la pasaba rompiendo cabezas como policía local. Agobiado y vilipendiado, a Julio sólo le quedó espacio para la soledad visitando a su antiguo maestro, quien tenía algunos años yaciendo bajo una losa que en el frente decía: “tuvo muchos alumnos y ninguno” lo que provocó que Julio el hermoso, quien había ya olvidado la sublime ecuación que probaba la existencia de Dios, se quedara pensando en el sentido de ese epitafio sin que pudiese dilucidarlo, no sabiendo que era resultado del fastidio de la mujer del maestro, a quien le pareció demasiado caro el cobro que hacía, y por cada letra, el lapidario.

17 rosas


Hoy, en el diario, leí una noticia triste. 
En Gerena,74 años después de fusiladas, 
encontraron la fosa común donde las enterraron.
¿Quién las conocía? ¿De cuantos brazos las arrancaron?

Yo suspiro ahora
en este espacio, inasido,
y me imagino despacio
lo que habrán sido.

A que una, dichosa,
con el bosque amanecido,
otra, quizá graciosa,
otra, con el ceño fruncido.

Aquella ama el dolor
del amor recién conocido;
Esta, la desazón
de no hallar un beso escondido
en el corazón.
Esta otra, desde un puño vacío,
reclama la sinrazón
de tanto justo que ha huido.

De todas, la mar se viene
anunciando gestos, cariños,
y ese valor que ellas tienen,
que es el coraje del digno.

Anda, Federico, vuela,
Que las niñas se espantan
al detenerlas.
Cierne rima de cantos
y de elegías
sobre sus frentes, sus manos;
las rosas de sus mejillas.
Que son diecisiete las flores
que ya no verán otro día.

Todas amasan cobijo,
asisten, reparten,
y no se arredran ni parten
ante el peligro que acecha
a padres, hermanos, hijos:
su simiente y cosecha.

Que de esa tierra bendita
maldita estirpe ha hecho mella
y donde la bestia transita
de muerte y dolor deja huella.


Anda, Federico, has suya
La canción otoñal, El alma ausente,
y depositales, como en la tuya,
un laurel en la frente.

Dales del alma cobijo,
que entre tus versos se mezan
y alienten con regocijo,
que al igual que las trece
de Madrid, las rosas perennes,
Nunca perezcan, nunca,
las diecisiete.


Y con esa mano amorosa,
que no nos venza el traidor, el asesino;
que se nos quede el candor.
Y que haya siempre una rosa
en nuestro camino.

Ricardo A. Simental, 2012

La partida



Cuando se dio cuenta de que había perdido la oportunidad para la felicidad en la vida, era un poco tarde para romper con todo. Se abandonó a la rutina, sin poder ahogar por entero a ese que llevaba dentro que se le agitaba de cuando en cuando, sin aviso previo. Aprendió a hablar solo, recriminandoselo cada vez en menos ocasiones, y a toser con discresión cuando la desolación era mucha y sentía desbordarsele con un grito ahogado. Se le fue desfigurando el rostro por debajo de la piel, desacomodando la sonrisa con cierto rictus amargo y volviendole los ojos hacia adentro. Tomó por costumbre mirar su sombra al caminar, para creer que seguía vivo. Los dias le llegaban disminuidos con la cuota de los errores cometidos en el pasado. Las pocas horas que le quedaban se le iban en el trabajo.
Un dia decidió que se iría con una gran despedida de esa vida. Preparó todo concienzudamente. Le tomó algo de tiempo conseguir enlazar lo necesario. Cuando los dias desaparecieron y todo fue una sola noche en penumbras, supo que había llegado el momento. Lustró sus zapatos, se puso el único traje que nunca tuvo, se afeitó y peinó de memoria, para no verse al espejo y evitar asi cualquier momento de flaqueza, desprendido del afecto que todos sabemos guardar. Se ató el nudo con cuidado, buscando la perfección. Trepado precariamente, evocó algunos momentos que se le habían quedado pegados en lo profundo y suspiró con melancolía y algo de tristeza. Luego pateó el banco.
Con la maleta preparada de antemano ya en su diestra, bajada recien del armario, abandonó ese lugar para siempre, ya sin nada más que perder. Las notas dejadas en todas partes, no daban razones sino motivos. Y el horizonte se le hizo grande. Muy grande.