sábado, 10 de marzo de 2012

Es que alguna vez te has ido?

El día que la mataron lo tenía prensado el pensamiento de que quizá podrían tomarse el riesgo de viajar solos por primera vez en décadas, quizá en un crucero, quizá en un maratón de manejo que les llevara de pueblo en pueblo hasta un amanecer de montaña, o de llano, como los que Juan Rulfo algún día describió. Le tenía apresado el ansia de resarcir el daño, grave o mínimo, que le había causado. Ella estaba tranquila, con la mirada de ensueño que le prendía el alma de calores infinitos, la que tanto le gustaba a él. Mientras se movían en la prisa de salir a tiempo ya a destiempo, le sonreía intermitentemente, asegurandole, sin decirle, que todo había pasado. Cuando supo del tiroteo y le avisaron que ella había sido una de las víctimas, sintió horrorizado que el mundo se equivocaba como se equivocaba siempre, que la víctima era él y que a ella pocas cosas podían pasarle, como pocas buenas había propiciado él que le pasaran, siendo así imposible que otro incidente de esos tan comunes de balaceras entre rufianes y criminales, con uniforme o no, le alcanzara a ella, que tan poco tenía que ver con eso o con cualquier otra cosa ajena como las que pasan todos los días. Ella no se andaba con esas vainas, que va. Ella se cuidaba hasta de lo que comía, no teniendo para spa ni afeites ni cirugías, recursos de algunas otras que se decían sus amigas, las que creían ser lo especial de la vida y no tienen ni idea de lo que ser especial se trata. Así que ¿cómo creer lo que dicen? no quiere ir a donde le llevan pero le llevan igual, y cierra los ojos cansados de ver tanto blanco y desinfectante y de oler, sí, con los ojos oler eso que se lleva la vida de uno, nomás entrar y bajar y moverse entre escalofríos hasta verla ahí, con la mitad de la cara azul y la otra mitad desaparecida. Con un perfil ahora muy querido casi perfecto desde un lado y grotescamente molido desde el otro. No es ella, dijo, tan claramente como pudo, sin ser suficientemente inteligible, porque los otros no entienden y se lo hacen saber mientras él sigue repitiendo que no es ella, que cómo iba a ser si ella no se andaba con esas vainas, nomás no se andaba con eso. Si la conocieran, repetía, no creerían tal cosa. Eso que está ahi... lo siento, lo siento mucho, pobres los de su familia, llorarán como nunca han llorado y más por verla así, pobrecilla. Pero ¡que no es, carajo! y lo subieron a un escritorio y le mostraron las fotos y la licencia de conducir, las credenciales viejas de los hijos que son los de ellos, las que ella gustaba de mirar para que no se le fueran creciendo, se le fueran viviendo, se le fueran, en fin, por ahí para otro lado. Y cuando miró lo que quedaba de la gargantilla de oro con el dije que él gustaba de besar resguardado entre sus senos, le extrañaron los ruidos que le salian de la boca, de los ojos, que le tapaban los oídos y enrojecían las caras de los que miraban y fruncían el ceño, con cierta pena ajena, hasta que supo que iba a gritar y después no supo lo que gritaba, pero era algo de ella, de cómo carajos había permitido que eso le sucediera a ella, precisamente a ella, que nunca se andaba con esas vainas. Y precisamente ahora, cuando se había dado cuenta de que nada era igual sin ella ni nada era como estar con ella. Y así sin saber nada se pasó igual hasta el funeral, con un sol de media tarde encegueciendo la tierra, sin nada de lluvia, nada de cielo llorando ni esas cosas, solo los hijos y la misma pregunta y las caras de otros que parecía reconocer, lamentándose de algo que le pertenecia sólo a él, pero no, tambien a ellos, y fue en ese momento que la vio entre la muchedumbre curiosa, y vio el movimiento repentino con el que se le escondió detrás de la cabeza cuadrada de un tipo con uniforme. Se acordó de Onetti, pero no se acordó de qué. Se movió hacia ella, pero algún bien intencionado le retuvo, pensando estúpidamente que haría algo estúpido. Cuando logró zafarse, sólo encontró caras y cabezas reclinadas o mirándole con morbo y empalagosa compasión. Y con eso se quedó hasta que algunos meses después volvió a vislumbrarla, corriendo para alcanzar un colectivo, algo que no habia usado en años. Corrió igualmente detrás, llamandole, intuyendo que no reconocería ser ella. La sintió revolverse dentro, en su corazón fatigado por la carrera, mientras ella volteaba un instante, sin frenar la huida, y se subía con agilidad inusual para sus cuarenta y tres años, sonriendo sin reconocerle. Él no pudo llegar antes de que arrancase el vehículo y se quedó llamandole a todo pulmón, con la gente vaciandole la miseria excretada por tanta miseria. Se dijo que era cosa de quererla ver, nada más, y así la encontró otras veces, siempre en lugares distintos e incluso excepcionalmente ajenos a lo que ella había sido. Esquiva sin falla, le eludió en cada uno de esos desencuentros fugaces, de esos atisbos de la eternidad. La única forma en que supo atraparla fue contratándola, y entre lupanares de lujo o de callejón, con sabores distintos y olores distintos, la fue visitando en cada sitio en el que jugaba a la aparecida, con nombres diversos y rostros diversos pero siempre ella misma, siempre la que sabía que él, ahora, no la engañaría nunca más.

Con el alma

La quiso con el alma, desde el lugar común de los románticos; con desenfreno, la  álgida forma  de los hedonistas; con pasión, emulando a los poetas malditos; y con certeza, como sólo unos cuantos saben hacer. Vivía inmerso en las tonalidades múltiples de ese enamoramiento sublime y atróz. La quiso tanto, que se dedicó a cuidar ese amor absoluto.... y se olvidó entonces de ella.