Escuchó el repicar de
tacones, mientras trataba de ajustar la visión a esa semipenumbra que
desciende de los ocasos melancólicos de estas latitudes, y percibía un
perfume de mujer delicioso. Sin voltear, esperaba a que el tráfico le
permitiese cruzar hacia el auto que dejaba al doblar la esquina, en una
calle secundaria con algunos árboles que ayudaban a la discreción del
amor. Esperó ver a la que se acercaba tan alegremente, pero le
sorprendió mirar la acera vacía. Los pasos recién se esfumaban, a un par
de metros de él, rebotando en el concreto ahogado de la calzada, pero
el aroma permanecía flotando en jirones entre la brisa, a pesar de que
no había nadie que los explicase. Sonrió a la primera, incrédulo. Buscó
el origen de la broma, pero estaba sólo. Sintió un atisbo de asombro y
una alegre exaltación: ¿se encontraba acaso con su primer fantasma?
sonrió abiertamente. Los vehículos se espaciaban y aprovechó para
emprender el regreso a casa. Pensó en contarlo en la cena, pero se
recordó que tendría que explicar lo que hacía en esa zona, cosa
impensable. Nunca había sido bueno para mentir. Así que lo guardó para
mejor conversación con los amigos. Sabía que se mofarían del relato,
imputándole la cobardía de no haberse quedado a averiguar el asunto.
Pero, ¿averiguar qué? los pasos se habían extinguido antes de llegar a
su lado. Y no había nadie. Eso era indudable. Cierto que estaba en
penumbras, pero los pasos habían sonado a escasos dos metros de él.
Imposible no ver a nadie, si es que era alguien el que caminase. Una
mujer, por supuesto. "O un muerto travesti", se dijo, gorgoteando una
risa. "Un curiosos efecto del eco", concluyó, dejando que la imagen de
otra mujer real ocupase su mente, salida de su memoria reciente, de
hacia escasos minutos, o una hora, a lo sumo.
En
los siguientes días, no hubo oportunidad de verla hasta el fin de
semana en que se dio a la fuga, aunque con menos tiempo y placer que de
costumbre. El hotel era diferente, cerca del centro, así que tuvieron
que tomar taxi y luego ella partió apresuradamente, casi terminando el
orgasmo, antes de que en su propia casa hubiese un conflicto. Él esperó
al segundo taxi, obligado, apresurando los minutos con la culpable
ansiedad de quien desea ya ver a los suyos, pero no tanto a los ojos.
Entonces escuchó los pasos acercarse desde su costado derecho, un poco
atrás, y tuvo que volverse para ver de quién se trataba, recordando el
primer encuentro, por lo que no se sorprendió cuando no descubrió
persona alguna encima de esos pasos, que esta vez se desviaban
dirigiéndose directamente a él. Con el cuello erizado y el corazón
agitándose en un espasmo que nunca reconocería ante nadie, abrió
enormemente los ojos, con expresión que en otro momento habría
calificado de cómica, y dejó escapar un “uuuggghhh” significante de que
algo no encajaba en ese universo. Recordó el aroma que le envolvía,
discreto pero inconfundible, y se olvidó del “no puede ser” para
quedarse con el “¿qué carajos está pasando?” hasta que los pasos
volvieron a desvanecerse y el perfume quedó en la memoria y nadie se
estrelló contra él, ni le tomó (lo que habría sido horrible) la cara
entre las manos. Esa noche, en casa, durmió mal, y eso le sirvió para no
tener que inventar otra excusa.
Cuando
lo comentó con otro, este le dejó una mano en el hombro y le guiñó un
ojo haciéndose cómplice de la aventura. “Te felicito”, le palmeó, con
cierta fuerza envidiosa, “esa está que se cae de buena”. Él hizo una
mueca. “Si, pero, te digo que los pasos…” “Ahhh, sí, los pasos” chanceó
el otro, “debe ser tu conciencia” y con una carcajada y el pulgar en
alto, se alejó para contárselo a otros, con excesivos detalles, como
siempre ocurre.
Sabía que
estaba haciendo mal las cosas. Tenía tiempo de no cumplir en casa,
excepto ocasionalmente, alegando cansancio y el estrés del trabajo. Y le
mataba despedirse cada mañana de esa mirada que no le reprochaba nada.
Por convencimiento, espació los encuentros, aunque sentía que los
necesitaba más que nunca. Es así como un hombre siente colmado su deseo
cuando no puede ver colmado ese deseo.
Salieron
de paseo en familia. Después de un par de horas, él, un tanto
fastidiado, les dejó curiosear vitrinas y probar chucherías. Sentía que
había cumplido su parte de padre y esposo complaciente y amable. Esa
noche tampoco iría a verla y eso le provocaba un resquemor que le
agriaba el semblante. “Les espero en la esquina” gritó, algo demasiado
fuerte “no se tarden”. Miró vehículos y personas andar entre corrientes y
flujos de ansiedad. Su propia ansiedad. “Ya basta” se dijo, “domínate”.
Se envaró tratando de no pensar en nada, con el rostro hacia las
escasas estrellas. “Tienes que terminar con eso”. La frase giraba en su
cerebro, mientras deliberadamente borraba el rostro y el cuerpo que se
empeñaban en aparecer. “Tienes que terminar con esto”. El rastro del
perfume le llegó primero. Luces incandescentes bailaron desde sus ojos.
Los pasos llegaron después, alegres, vivos. Se forzó a no mirar,
sabiendo que no habría nadie. Aspiró con fruición el aroma que ya le era
entrañable. Se sobresaltó cuando sintió los brazos rodeándole la
cintura y el perfume subiendo en efluvios desde ese cuerpo cálido y por
un instante desconocido. Le miraba desconcertado mientras ella subía su
rostro hacia él, preguntando: ¿hueles? ¿te gusta? y le buscaba la
expresión esperando que no se molestara. Él atinó a abrazarla, con un
alivio que pensó ella nunca entendería. Para disfrazar su desconcierto,
acercó su rostro a su cuello, oliendo esa fragancia que le hacía
reaccionar como hacia mucho tiempo. “Lo compré para ti” le decía ella.
“Bueno, para mi para ti” rio con un sonido infantil que rompió el
corazón de él. “De mi para ti. Así se llama. Tuve que comprarlo”. Y él
la abrazaba más fuerte, deseándola aún, con la risa de los hijos
llegando desde atrás, acompañando el sonido de sus palabras cuando ella
le dijo al oído, en tono sugerente: “no pude resistirlo”, y él
contestaba, totalmente complacido: “Yo tampoco”.
Ricardo A. Simental Z. (c) 2012
Ricardo A. Simental Z. (c) 2012