Ella caminaba despacio, sin
querer alejarse. Él no sabía lo que dos minutos pueden significar. Había
esperado por horas el momento de salir hacia la estación, donde ella se
presentaba a diario para abordar el transporte de regreso a casa, mientras él
la contemplaba de lejos, sin decidirse a acercarse, y ahora iba de prisa,
temiendo que hubiera esperado demasiado. Ella pensaba que esta vez, si lo
encontraba, sería ella la que hablaría, sin importar si eso era lo correcto o
no. Él estaba convencido que valdría la pena el intento, aun a riesgo de un
desaire. Ella decidió quedarse un poco más y su recompensa fue verlo llegar,
acomodándose el cabello y mirando el reloj, hasta pararse en el mismo sitio de
siempre. Cuando inició el ataque sintiendo el corazón hecho un puño, le vio
erguirse al sonido del tren, pasando su mirada sobre ella. Él llegó tarde,
corriendo como nunca, molesto por su deficiente sentido del tiempo. En cuanto
entró la buscó con la mirada, casi desesperadamente. Le distinguió hacia la
zona de siempre, con su figura hermosa e inconfundible y el pelo ligeramente
alborotado. Por un momento pareció que volteaba los ojos hacia él, pero recordó
que el enorme reloj estaba sobre su cabeza. Ella le miró pasar de cerca, con el
semblante amable que le había conquistado hacía tiempo y el maletín de
costumbre. Él la miró subir al tren sin haber podido acercarse, ni lograr que
descubriese el gesto que audazmente le había lanzado. Ella le miró subir al
tren sin reconocerla. Él se quedó parado a medio andén, con la carta escondida
en la mano. Ella se quedó parada a medio andén, mirándole tomar asiento y sacar
un libro para iniciar la lectura mientras el tren iniciaba su marcha. Luego,
con una vaciedad insufrible, se volvió para descubrir a otro como ella, con la
misma cara desolada y las manos en los bolsillos, caminando andén abajo, a
contracorriente de ella.
Si hubiera habido aunque sea una sola vez que se era, el mundo rodaría hacia otra parte.
martes, 29 de enero de 2013
Pianista en una casa de putas
A Harry S. Truman, a
pesar del Enola Gay
Despertó con la urgencia de ir al
baño y sólo pudo darse cuenta de su desnudez al sentir el escobazo de doña
Remedios atinado en plena nalga izquierda, la de la mancha carmín de
nacimiento. Sintió el escozor de las cerdas de plástico y el rencor de esa señora
de la limpieza que nunca le había querido bien. “Cabrón malnacido” repetía
furiosa, mirándole el paquete bamboleante mientras él brincaba para esquivar
los pretendidos golpes. “No tienes vergüenza”. Regresó de prisa a la habitación
de los trebejes donde tenía una manta en el suelo y una almohada hedionda a
orines para apaciguar la fatiga. Se puso los pantalones de pana regalo de
Sonia, la más reciente, y salió mesándose los cabellos y las nalgas, herido por
el pundonor de Remedios, la misma que cierta noche había entrado a ese cuarto
dizque para buscar artificios y se vació de soledad montada sobre él,
machacando un ritmo extraño entre tanta carne y sudor, emitiendo grititos que
nada tenían que ver con su apariencia. “Todas fueron princesas algún día” pensó
en aquel entonces, “pero ahora sólo es fantasía”. Recordó el gesto esforzado, como buscando un
sueño, que había deformado aún más las facciones de Remedios. Recordó que casi
la quiso en ese momento. “El amor es pura lástima”, se dijo, abriendo la bragueta
y separando los pies, parado frente al único árbol de un patio lleno de
escombro y basura. Se sabía muy igual a ella, con su cuerpo escuálido y su
cabello escaso por el sarpullido, “es la
única forma de quererlo a uno”. Miró hacia las ventanas minúsculas de los pisos
superiores, asomadas a ese cuadradito de cemento con tres macetas que cagaban
los gatos, y pensó que ese amor se vendía
y compraba al por mayor en esa casa, regenteada por hombres jodidos por
el dinero y habitada por mujeres que adolecen del mismo vicio. Recordó que algo
tenía que hacer, pero no pudo precisarlo. Escuchó el grito de Remedios
indicando que él se encontraba en el patio meando, y se apresuró a guardarse y correr
a su cuarto, hasta donde Felicitas fue a aporrearle la puerta. “¡Te estoy
hablando, cabrón!” gritaba, en un sofocante aullido, “¡O sales ahorita o te
parto el hocico!. Cuando asomó, levantó el rostro hacia la boca vociferante que
le arrojaba gotas de saliva y mentadas de madre. ¡Te dije que no volvieras a
molestar a ninguna de ellas! y mientras le zarandeaba, rasgándole la camisa
manchada de aceite y de simple mugre, le azotaba el rostro a bofetadas que le
hicieron verdadera mella, dado el desprecio y la saña con que eran dadas ¡y aún
así fuiste anoche al cuarto de la Camila, cuando te dije que no te metieras con
ella, de todas, menos con ella” . Él no levantó los brazos ni hizo gesto de
defenderse, apelando instintivamente a la compasión como su mejor defensa. ¡Tullido
asqueroso, piojoso de mierda! ¡Sólo porque te tengo lástima no te echo a la
calle, o a los perros, o a la policía! Y recalcaba lo dicho con zoquetes y
pellizcos que dolían físicamente, pero eran una violencia menor comparada con
los golpes. ¡No vuelvas jamás a intentarlo! ¿Me escuchas? ¡Jamás!. Está bien que
son putas, pero se acuestan por dinero, y si quieren y pueden, por placer, pero
no con alguien como tú, ¡ sólo les das asco!. Y le estrelló la puerta en la
cara, lanzando improperios contra Remedios, contra la casa, y contra las
malditas putas que sólo causaban problemas mientras una se esforzaba porque
vivieran mejor. Él se recargó en la pared, sollozando, dejándose caer poco a
poco hasta quedar en cuclillas, abrazándose las rodillas, escondiendo el rostro
tiñoso entre los muslos, dejando salir todo. Escuchó a Remedios pasar frente al
cuarto, diciendo que no hay que hacer caso, y luego, después de un rato, los
pasos de Felicitas regresando por el pasillo, deteniéndose frente a su puerta,
abriendo despacio y acercándose con menos silencio, para posarle la mano en la
cabeza, y asentarle una escudilla con las sobras de la cena. “Anda, come”, le
escuchó decir, con la misma voz pero
como otra persona, “y no vuelvas a hacerlo”. Él tomó la brusquedad del trato
con agradecimiento e intentó sonreír para ganarse aunque fuera una fugaz mirada
compasiva. Se sintió reconfortado al recibirla y respondió, por una vez contento:
Sí, mamá, no volveré a hacerlo”.
R.A. SIMENTAL
Puerto Vallarta. Enero 2013
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