martes, 29 de enero de 2013

De sombras luminosas


Ella caminaba despacio, sin querer alejarse. Él no sabía lo que dos minutos pueden significar. Había esperado por horas el momento de salir hacia la estación, donde ella se presentaba a diario para abordar el transporte de regreso a casa, mientras él la contemplaba de lejos, sin decidirse a acercarse, y ahora iba de prisa, temiendo que hubiera esperado demasiado. Ella pensaba que esta vez, si lo encontraba, sería ella la que hablaría, sin importar si eso era lo correcto o no. Él estaba convencido que valdría la pena el intento, aun a riesgo de un desaire. Ella decidió quedarse un poco más y su recompensa fue verlo llegar, acomodándose el cabello y mirando el reloj, hasta pararse en el mismo sitio de siempre. Cuando inició el ataque sintiendo el corazón hecho un puño, le vio erguirse al sonido del tren, pasando su mirada sobre ella. Él llegó tarde, corriendo como nunca, molesto por su deficiente sentido del tiempo. En cuanto entró la buscó con la mirada, casi desesperadamente. Le distinguió hacia la zona de siempre, con su figura hermosa e inconfundible y el pelo ligeramente alborotado. Por un momento pareció que volteaba los ojos hacia él, pero recordó que el enorme reloj estaba sobre su cabeza. Ella le miró pasar de cerca, con el semblante amable que le había conquistado hacía tiempo y el maletín de costumbre. Él la miró subir al tren sin haber podido acercarse, ni lograr que descubriese el gesto que audazmente le había lanzado. Ella le miró subir al tren sin reconocerla. Él se quedó parado a medio andén, con la carta escondida en la mano. Ella se quedó parada a medio andén, mirándole tomar asiento y sacar un libro para iniciar la lectura mientras el tren iniciaba su marcha. Luego, con una vaciedad insufrible, se volvió para descubrir a otro como ella, con la misma cara desolada y las manos en los bolsillos, caminando andén abajo, a contracorriente de ella.

Puerto Vallarta. Enero 2013

Pianista en una casa de putas


A Harry S. Truman, a pesar del Enola Gay
Despertó con la urgencia de ir al baño y sólo pudo darse cuenta de su desnudez al sentir el escobazo de doña Remedios atinado en plena nalga izquierda, la de la mancha carmín de nacimiento. Sintió el escozor de las cerdas de plástico y el rencor de esa señora de la limpieza que nunca le había querido bien. “Cabrón malnacido” repetía furiosa, mirándole el paquete bamboleante mientras él brincaba para esquivar los pretendidos golpes. “No tienes vergüenza”. Regresó de prisa a la habitación de los trebejes donde tenía una manta en el suelo y una almohada hedionda a orines para apaciguar la fatiga. Se puso los pantalones de pana regalo de Sonia, la más reciente, y salió mesándose los cabellos y las nalgas, herido por el pundonor de Remedios, la misma que cierta noche había entrado a ese cuarto dizque para buscar artificios y se vació de soledad montada sobre él, machacando un ritmo extraño entre tanta carne y sudor, emitiendo grititos que nada tenían que ver con su apariencia. “Todas fueron princesas algún día” pensó en aquel entonces, “pero ahora sólo es fantasía”.  Recordó el gesto esforzado, como buscando un sueño, que había deformado aún más las facciones de Remedios. Recordó que casi la quiso en ese momento. “El amor es pura lástima”, se dijo, abriendo la bragueta y separando los pies, parado frente al único árbol de un patio lleno de escombro y basura. Se sabía muy igual a ella, con su cuerpo escuálido y su cabello escaso por el sarpullido,  “es la única forma de quererlo a uno”. Miró hacia las ventanas minúsculas de los pisos superiores, asomadas a ese cuadradito de cemento con tres macetas que cagaban los gatos, y pensó que ese amor se vendía  y compraba al por mayor en esa casa, regenteada por hombres jodidos por el dinero y habitada por mujeres que adolecen del mismo vicio. Recordó que algo tenía que hacer, pero no pudo precisarlo. Escuchó el grito de Remedios indicando que él se encontraba en el patio meando, y se apresuró a guardarse y correr a su cuarto, hasta donde Felicitas fue a aporrearle la puerta. “¡Te estoy hablando, cabrón!” gritaba, en un sofocante aullido, “¡O sales ahorita o te parto el hocico!. Cuando asomó, levantó el rostro hacia la boca vociferante que le arrojaba gotas de saliva y mentadas de madre. ¡Te dije que no volvieras a molestar a ninguna de ellas! y mientras le zarandeaba, rasgándole la camisa manchada de aceite y de simple mugre, le azotaba el rostro a bofetadas que le hicieron verdadera mella, dado el desprecio y la saña con que eran dadas ¡y aún así fuiste anoche al cuarto de la Camila, cuando te dije que no te metieras con ella, de todas, menos con ella” . Él no levantó los brazos ni hizo gesto de defenderse, apelando instintivamente a la compasión como su mejor defensa. ¡Tullido asqueroso, piojoso de mierda! ¡Sólo porque te tengo lástima no te echo a la calle, o a los perros, o a la policía! Y recalcaba lo dicho con zoquetes y pellizcos que dolían físicamente, pero eran una violencia menor comparada con los golpes. ¡No vuelvas jamás a intentarlo! ¿Me escuchas? ¡Jamás!. Está bien que son putas, pero se acuestan por dinero, y si quieren y pueden, por placer, pero no con alguien como tú, ¡ sólo les das asco!. Y le estrelló la puerta en la cara, lanzando improperios contra Remedios, contra la casa, y contra las malditas putas que sólo causaban problemas mientras una se esforzaba porque vivieran mejor. Él se recargó en la pared, sollozando, dejándose caer poco a poco hasta quedar en cuclillas, abrazándose las rodillas, escondiendo el rostro tiñoso entre los muslos, dejando salir todo. Escuchó a Remedios pasar frente al cuarto, diciendo que no hay que hacer caso, y luego, después de un rato, los pasos de Felicitas regresando por el pasillo, deteniéndose frente a su puerta, abriendo despacio y acercándose con menos silencio, para posarle la mano en la cabeza, y asentarle una escudilla con las sobras de la cena. “Anda, come”, le escuchó decir, con la misma voz  pero como otra persona, “y no vuelvas a hacerlo”. Él tomó la brusquedad del trato con agradecimiento e intentó sonreír para ganarse aunque fuera una fugaz mirada compasiva. Se sintió reconfortado al recibirla y respondió, por una vez contento: Sí, mamá, no volveré a hacerlo”.

R.A. SIMENTAL
Puerto Vallarta. Enero 2013