jueves, 6 de febrero de 2014

Navidad

Miró las estrellas, embelesada por la notoria brillantez de una de ellas. Orión se inclinaba a su siniestra, quizá para mejorar la distorsión hacia Géminis. A ella poco importaban los nombres, sabiendo que quien no llama nada, nada a su vez le llama. Murmuraba bajito el único nombre que importaba: Ezael, Ezael. Cantaba cierta letanía agorera de la buena suerte, mientras esperaba a su esposo que regresaría quizá ese otro día del censo de Augusto. Quizá nunca. ¿Qué harías sin padre, Ezael, si distinto hubiera sido tu destino?. El ecumenismo romano se despedazaba a la puerta de esa vivienda en Belén, hasta donde habían llegado las huestes de Herodes, el sátrapa, para acabar con todo primogénito. Tomó la punta de su manto para borrar una sombra que escurría desde el alfeizar de la ventana. El manto se tornó en esa sombra. ¿Qué serías cuando crezcas, Ezael, si te hubieran dejado?. Los perros ladraban furiosamente, al paso seguro de un guardia del Imperio, cumplida ya su misión. Ella se acercó a la cuna y tomó el envoltorio que se antojaba ligero, cantando suave su nombre y una elegía a los ángeles en el cielo. Pero no nombró a Dios, como al paso. Se sentó en el umbral de la puerta, mirando el lejano resplandor de las fogatas en el pueblo. El envoltorio se le deshizo en el regazo, vacío. Ella cantaba una dulce canción de cuna, con voz agotada, sedienta, armada de una pena entera, sin nadie en los brazos. No sabía quién nacía a esa hora del mundo.

Miró las estrellas, extrañada de la brillantez de una de ellas. Las luces artificiales se habían apagado hacía horas. Esperaba a su esposo, que no habría logrado pasar a tiempo los retenes e ignominias que ahogan a Belén. La única habitación de la casa todavía en pie, olía a  encierro, o a entierro. Oyó ladrar a los perros, al paso del convoy de los paleros del imperio. La hipocresía humana se regocijaba fuera de esa vivienda, hasta donde habían llegado las huestes de Netanyahu, el cerdo. Tomó la punta de su manto para limpiar una mancha que se escurría de esa frente destruida que protegía con su mano. El manto se convirtió en esa herida. ¿Qué serías cuando crezcas, Azhar, si te hubieran dejado?. ¿Qué seré yo, desde ahora?. Cantó suavemente el nombre del muerto. No sabía qué o quién renacería a esa hora en el mundo.

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