Miró las estrellas, embelesada por la notoria
brillantez de una de ellas. Orión se inclinaba a su siniestra, quizá para
mejorar la distorsión hacia Géminis. A ella poco importaban los nombres,
sabiendo que quien no llama nada, nada a su vez le llama. Murmuraba bajito el
único nombre que importaba: Ezael, Ezael. Cantaba cierta letanía agorera de la
buena suerte, mientras esperaba a su esposo que regresaría quizá ese otro día
del censo de Augusto. Quizá nunca. ¿Qué harías sin padre, Ezael, si distinto
hubiera sido tu destino?. El ecumenismo romano se despedazaba a la puerta de
esa vivienda en Belén, hasta donde habían llegado las huestes de Herodes, el
sátrapa, para acabar con todo primogénito. Tomó la punta de su manto para
borrar una sombra que escurría desde el alfeizar de la ventana. El manto se
tornó en esa sombra. ¿Qué serías cuando crezcas, Ezael, si te hubieran dejado?.
Los perros ladraban furiosamente, al paso seguro de un guardia del Imperio,
cumplida ya su misión. Ella se acercó a la cuna y tomó el envoltorio que se
antojaba ligero, cantando suave su nombre y una elegía a los ángeles en el
cielo. Pero no nombró a Dios, como al paso. Se sentó en el umbral de la puerta,
mirando el lejano resplandor de las fogatas en el pueblo. El envoltorio se le
deshizo en el regazo, vacío. Ella cantaba una dulce canción de cuna, con voz
agotada, sedienta, armada de una pena entera, sin nadie en los brazos. No sabía
quién nacía a esa hora del mundo.
Miró las estrellas, extrañada de la brillantez de
una de ellas. Las luces artificiales se habían apagado hacía horas. Esperaba a
su esposo, que no habría logrado pasar a tiempo los retenes e ignominias que
ahogan a Belén. La única habitación de la casa todavía en pie, olía a
encierro, o a entierro. Oyó ladrar a los perros, al paso del convoy de los
paleros del imperio. La hipocresía humana se regocijaba fuera de esa vivienda,
hasta donde habían llegado las huestes de Netanyahu, el cerdo. Tomó la punta de
su manto para limpiar una mancha que se escurría de esa frente destruida que
protegía con su mano. El manto se convirtió en esa herida. ¿Qué serías cuando
crezcas, Azhar, si te hubieran dejado?. ¿Qué seré yo, desde ahora?. Cantó
suavemente el nombre del muerto. No sabía qué o quién renacería a esa hora en
el mundo.
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